24. El Ejecutor
Jamie
estaba atada a una silla en el centro de la única sala de la caseta del agua. A
un lado, el cadáver de Miguel, envuelto en plástico. No estaba bien sellado,
así que el desagradable olor de la muerte empezaba a sentirse. Podía escuchar,
si estaba atenta, los sonidos que hace un cuerpo cuando la vida ya no lo
sujeta. La lenta marcha fúnebre de la descomposición.
—Es interesante, ¿no?
—dijo Pen, mirando también al bulto del suelo—. Solo somos carne, huesos y
fluidos que burbujean hasta secarse, igual que este maldito pueblo. No sabes
las ganas que tengo de irme, enclenque.
Ella tembló un poco ante
el apodo casual que él siempre usaba. Todo ese rato había estado intentando
evitarlo. Evitar que el temblor se hiciera visible, para no darle la
satisfacción de verla asustada. No sabía qué cara tendría en ese momento, pero
sospechaba que no se le estaba dando demasiado bien... Llevaba atada unos
cuarenta minutos, desde que empezaron a preparar todo hasta que Pen se sentó
con ella, después de organizar lo necesario tras la toma de poder.
La silla en la que Jamie
estaba, la silla en la que Pen se sentaba, una pequeña mesa a un lado, tres
bidones grandes de agua en un extremo de la habitación, las dos macetas de
cactus de Burgess sobre el alfeizar de la única ventana y el cuerpo inerte de
Miguel en el suelo. Eso era todo cuando, por fin, los dejaron a solas.
Pen sacó un estuche, lo
desenrolló sobre la mesa y, ante sus ojos, se desplegó un conjunto de
herramientas brillantes. Afiladas, punzantes, extrañas y, cada una de ellas,
impecable. Como si nunca hubieran sido usadas, aunque algo, muy al fondo de su
mente, detrás del terror que la atenazaba, le gritaba que no era así. Entre
todas, reconoció una, y se le secó la boca.
—He querido darle un toque
más... personal —ronroneó Pen—. ¿Te gusta? La cogí de tu caja la noche antes de
que todo esto se nos fuera de las manos. Tengo que decirte que las cuidas muy
bien, igual que yo. Las herramientas son importantes, ¿verdad?
Él hizo un gesto
indiferente, abarcándolas. Su alicate estaba terriblemente afilado. Ella lo
usaba para cortar cables, metal y los restos enmarañados de fibras que
reciclaba. Jamie siempre mantenía sus herramientas limpias, pero Pen había ido
mucho más allá con ese alicate. El filo brillaba como si fuera nuevo.
—Verás —continuó Pen,
colocando una mano sobre la suya, atada al reposabrazos, y acariciándola—,
Matilda cree que tú eres la agente de la Alianza...
Jamie sintió cómo se le
aflojaban las piernas, aun estando sentada.
—Tiene que ser alguien
que no estuviese antes en el pueblo, y hay que reconocer que das el perfil por
muchas razones. Pero el caso es que la mejor cualidad de Matilda no es
observar. De eso me encargo yo. Y yo no creo que seas tú, aunque lo parezcas.
Lo que sí creo, enclenque, es que sabes de quién estamos hablando... Y estoy
seguro de que me lo vas a decir enseguida.
Jamie quería gritarle que
se fuera a la mierda, pero no lo hizo. No dijo nada. Solo lo miró, deseando ser
capaz de resistir lo que estaba a punto de suceder con la mayor dignidad
posible, rezando para mantener la boca cerrada. Y no estaba segura de poder
lograrlo, porque Pen parecía un experto en eso.
Leyéndole la mente, Pen
sacó de entre muchas una aguja larga y gruesa, algo más grande que las que Fang
usaba en sus sesiones de acupuntura. Jamie pensó, entumecida, que de todas las
opciones que tenía a la vista, la aguja era la que menos miedo daba.
—Veo que antes de que
comprendas tendré que aflojarte un poco, Jamie.
Ella se estremeció. Era
la primera vez que Pen la llamaba por su nombre, y habría apostado a que ni
siquiera se lo sabía. Eso, antes de ver quién era realmente, claro. Ahora
estaba segura de que la había estudiado muy de cerca… y esa cercanía se le hizo
viscosa y sucia al pensar en las veces que se había creído segura sin estarlo.
—¿Sabes para qué sirve
esto? —preguntó Pen, levantando la aguja frente a ella.
—No —admitió, temiendo la
respuesta.
—Te la clavo debajo de
las uñas y la llevo hasta el final, dejándola ahí para que la sientas. Puedo
hacerlo diez veces y repetir después si las saco, pero no creo que lleguemos a
una segunda ronda... Es un dolor horrible, aunque ahora no te lo parezca. Nos
imaginamos el dolor, pero sentirlo es algo que te rompe el tejido nervioso
justo aquí —dijo, señalándose la sien—. No es literal, claro, pero la sensación
es esa. También puedo metértela en el oído.
Pen hizo una pausa
melodramática, con la aguja suspendida en el aire como un director de orquesta.
Una pausa en la que Jamie pensó que se le iba a salir el corazón del pecho. Iba
a hacerlo despacio, sin movimientos bruscos, imaginó. Tomándose su tiempo.
Unos gritos que se
acercaban rompieron el momento. Una voz que conocía muy bien, y que dejó de oír
porque el tambor dentro de su cuerpo se lo impedía. El aire se le escapó del
pecho y, de no estar ya sentada, se habría desplomado. Entonces, la puerta se
abrió y dos soldados entraron, arrastrando a Andy, que gritaba y pataleaba con
fuerza. El niño se quedó quieto en cuanto la vio, y, cuando Pen hizo una señal,
lo soltaron. Andy se lanzó a sus brazos, aferrándose con desesperación. Se
subió a su regazo y hundió la cabeza en su cuello, y ella ni siquiera pudo
abrazarlo, atada como estaba.
—Bueno, pues ya estamos
todos —sentenció Pen—. No pensaba tocarte, enclenque. Cuando todo esto termine
vas a venir a Duvos con nosotros y te vamos a necesitar en pleno uso de tus
facultades para trabajar. Aunque me moría de ganas de ver la cara que ponías
pensando que iba a hacerlo. Con el niño, en cambio, podemos entretenernos...
Se le revolvió el
estómago y sintió cómo la bilis le trepaba por la garganta. Pen agarró a Andy y
lo despegó de ella sin piedad ni esfuerzo, sentándolo en la silla que él había
ocupado hasta entonces. Jamie sintió como si le hubieran arrancado los
pulmones. El niño la miró con los ojos llenos de lágrimas y luego miró a Pen,
que le guiñó un ojo. Andy cerró los puños y empezó a golpearlo, descargando
patadas con furia, frenético. Ella quería decirle que parara, pero no le salía
la voz. Pen aguantó con una sonrisa complacida hasta que el niño se cansó y
solo le quedó sollozar y mirarla, con los ojos llenos de miedo, sabiendo lo que
estaría viendo en los de ella.
—Siempre es interesante
tener un niño cerca... Los niños pueden funcionar mejor que nada, ser la palanca
que necesito. ¿Vas a ser esa palanca, Andy? —le preguntó Pen.
Andy le escupió en
respuesta.
—En realidad, me gustas.
Eres bastante listo comparado con esta chusma, y lo suficientemente joven como
para moldearte. Yo tenía más o menos tu edad, ¿sabes? Fue muy doloroso, pero
mereció la pena. Si vienes conmigo y sobrevives, también lo disfrutarás...
—¡No voy a ir a ningún
lado contigo, imbécil! —gritó Andy.
—Deja que se vaya —dijo
Jamie por fin, intentando recomponerse—. Te diré todo lo que sepa.
—¿Ya? ¿Tan pronto? Sabía
que eras una flojeras... En fin —suspiró, resignado—, supongo que me sirve.
Andy se va, pero antes tengo que demostrarte que voy en serio y que no me van
los faroles, por si acaso te crece la audacia.
Pen se agachó frente al
niño, que lo miraba con odio.
—Sujetadlo —ordenó a los
soldados.
El niño volvió a
agitarse, a gritar y a patalear, pero los soldados lo tenían bien agarrado.
—¡Oye, oye, oye! Déjalo,
vamos, te creo, sé que no es un farol, ¡déjalo, por favor, te lo pido!
—Andy, voy a cortarte un
dedo —dijo Pen, como quien comenta el tiempo, mientras tomaba los alicates del
estuche—, y lo voy a hacer para darle una lección a ella y también para
mostrarte cuánto me disgusta que seas grosero y lo mucho que me enfadó lo que
hiciste el otro día...
Ahora era Jamie quien
gritaba y lloraba, sin darse ni cuenta de que lo hacía. El niño lo miró con los
ojos muy abiertos, llenos de lágrimas y rabia, y luego la miró a ella. Tenía
miedo, pero no el suficiente. Quizá aún no entendía del todo lo que se cernía
sobre él en su mente infantil, o tal vez era esa testarudez de la que Logan le
habló cuando lo encontró en el desierto.
—Por favor, Pen, deja que
vuelva con los demás —suplicó Jamie, sabiendo que sería inútil.
—Te voy a cortar un dedo
y tú, Andy, vas a elegir cuál será.
—Vete a la mierda —dijo
el niño, aunque las lágrimas volvían a patinar sobre sus pecas.
Jamie tenía náuseas y la
garganta tan cerrada que, si hubiese tenido que vomitar, se lo habría tragado
al no poder sacarlo. Se oía a sí misma suplicar en una letanía interminable,
sin saber ya qué decía.
—El tiempo corre, Andy,
elige —susurró Pen, chasqueando los alicates y acercando su cara tanto a la del
niño que Jamie temió que Andy pudiera morderle la nariz o algo peor—. Y elige
bien, porque, igual que pasa con las personas, hay dedos más útiles que
otros...
—¡Si lo tocas, te mataré,
Pen! —gritó Jamie, dejando salir toda la ira que le ardía en el pecho—. Te
mataré, te lo juro por las mismísimas puertas del infierno, que es a donde irás
a parar cuando lo haga.
Él se echó a reír, y ella
fue consciente de lo inútil de su amenaza.
Jamie cerró los ojos con
fuerza y respiró. En la oscuridad, el punto rojo de la bombilla se grabó en sus
córneas junto a la cara de Pen. El punto rojo le quedaba justo en el entrecejo.
Allí es donde le iba a disparar, pensó. Ojalá pudiera pegarle un tiro y
arrojarlo como basura por uno de los barrancos, para que las hienas y los
coyotes se diesen un festín y su asqueroso cuerpo sirviera de algo.
Se obligó a abrir los
ojos.
Andy la miró, más adulto
que niño, como a veces hacía, obligándola a preguntarse cuánto de niño le
quedaba ya. Ahora mismo, prácticamente nada. Jamie se hundió aún más. Y sin
apartar los ojos de los suyos, Andy soltó el brazo izquierdo del agarre de los
soldados, lo levantó y cerró la mano, dejando solo el meñique.
—Sabía que eras listo,
cabroncete... Una excelente elección —dijo Pen, extremadamente complacido.
—¡NO! —se oyó gritar, en
algún lugar ajeno a sí misma.
—Tranquila, está bien
—dijo Andy.
Y Pen le cortó el dedo.
Solo tardó unos tres segundos, pero en la cabeza de Jamie fueron muchos más.
El grito de Andy se le
grabó para siempre. Ella también gritaba. La sangre del niño caía al suelo y
dejaría una mancha en la madera, pensó desde ese rincón oscuro. Una mancha que
no se iría, como la que ya tenía en el corazón.
—Déjame abrazarlo, por
favor, por favor, Pen, por favor...
—Pues claro que sí,
mujer... ¡No soy ningún monstruo!
Él la soltó y los
soldados soltaron a Andy, y ella lo abrazó, llorando y sintiendo que se
ahogaba.
—Oh, Luz, Andy, eres el
chico más valiente que conozco —le susurraba al oído, sintiendo cómo la sangre
caliente le empapaba el hombro mientras el niño se aferraba a ella con fuerza—.
Eres mi persona favorita, recuérdalo, te quiero muchísimo, cachorrito, ¿me
oyes?
—¡No lo digas! —gritó
él—. ¡Si lo dices es porque sabes que no vas a volver!
—No va a volver, Andy
—dijo Pen, arrancándoselo de nuevo con la ayuda de los soldados—. Me la voy a
llevar a Duvos, y al resto os van a dar matarile en cuanto hayamos terminado. Y
ella vivirá, pero se va a arrepentir cada día de estar viva. A Logan lo mataré
el primero. Le ataré una soga al cuello y su cabra lo paseará mientras se
asfixia, hasta que no le quede piel en el cuerpo. Y luego, cuando esté muerto y
bien muerto, lo colgaré del porche del ayuntamiento hasta que se pudra, para
que veáis lo que pasa cuando el perro muerde la mano del amo.
Los soldados se lo
llevaron, y Andy ya no gritaba. Se dejó arrastrar como un muñeco, sin dejar de
mirarla ni un segundo.
—Pues sí que corta este
hijo de puta —dijo Pen, mirando el alicate—. Con tu permiso, voy a añadirlo
permanentemente a mi estuche.
Jamie se preguntó cuántos
dedos habría cortado ya y qué otras cosas habría hecho aquella bestia, en
nombre del Imperio o en el suyo propio.
—Y ahora, enclenque, me
vas a decir ese nombre, o Andy vuelve y empezamos de nuevo.
—Grace. Es Grace
—respondió, llorando.
Cuando la
sacaron de la caseta para llevarla a la oficina del Cuerpo Civil, tuvieron que
arrastrarla. Las piernas no le respondían, y aun así hizo todo el trayecto
completamente ausente. Casi no se dio cuenta de que la lanzaban a una celda sin
contemplaciones, ni de las caras alarmadas que la miraban, porque la cabeza le
colgaba inerte. Cuando tocó el suelo, se hizo un ovillo y tardó mucho rato en
percibir las voces de Heidi y Hugo.
Estaba en la celda con
ellos, con Rocky y Zeke. Todos estaban atados a los barrotes. En la otra celda,
los demás. Distinguió el destello del cabello níveo de Logan y no quiso mirar
en su dirección.
—Hemos oído los gritos,
Jamie, por favor, ¿estás bien? ¿Era Andy? ¿Qué ha pasado? Tienes que decirnos
qué ha pasado...
Era Heidi la que hablaba
por encima de los murmullos.
—Estoy bien, no me ha
tocado —dijo, tiritando y encogiéndose más, sin mirar a nadie—. Le ha cortado
un dedo a Andy y he delatado a Grace.
Oyó susurros, a Logan
gritar algo, y al soldado golpearlo. Sollozos, murmullos, otra ronda de golpes.
Pero ya no estaba
prestando atención. En su cabeza solo había lugar para la imagen de Pen
cortando el dedo de Andy, para imaginar lo qué le haría a Grace a
continuación... y para previsualizar el cuerpo de Logan colgado de una soga en
la plaza.
Luego se arrastró hasta
el inodoro y vomitó.
No había estado en las
celdas hasta ahora, y estaba a punto de descubrir cómo sonaban los gritos desde
la caseta del agua en el silencio de la noche.
*
* *
En el
templo, todos habían tenido ya su ración de desastres.
Primero, los soldados se
llevaron a Amirah tras preguntar por “La Rosa del Desierto”. Una muy mala
señal. Algunos, como Jensen o Burgess, se levantaron, pero la mujer les dijo
que no quería ningún altercado en su nombre y que iría con ellos.
Cuando fueron a por Andy,
la cosa se descontroló. Haru trató de impedir que se lo llevaran, recibiendo
otra buena tanda de golpes que lo dejaron inconsciente. Mabel y Burgess se
agarraron a los soldados mientras arrastraban al niño, y ellos, ya hartos,
dispararon a Burgess en la rodilla, mientras otro golpeaba a Mabel con la
culata del fusil. Le dio dos golpes secos en el ojo y, aun sangrando y
aturdida, Mabel se aferró a la pierna de aquel hombre, que le regaló un
tercero.
X trató de quitarle el
visor a uno de los agresores, graznando palabrotas que nadie le había escuchado
nunca, y desgarrándole media nariz en el proceso. Cuando consiguieron
quitárselo de encima, intentaron dispararle, aunque, por suerte, el cuervo era
rápido, y los techos del templo, altos, así que nadie logró acertarle.
Fang, por primera vez en
su vida, estuvo a punto de perder los papeles, algo que ni su padre, ni su
hermano, ni su madrastra habían conseguido. Pero no lo hizo, porque los
pacientes no dejaban de aumentar a medida que pasaban los minutos, y no podía
permitirse el lujo de pensar en nada más.
Dan-bi se puso de parto
por el estrés.
—Lo que nos faltaba —dijo
uno de los soldados que vigilaban—, otra cosa que limpiar antes de irnos.
Nadie se atrevió a considerar
que se referían a deshacerse de un
bebé, aunque la idea de limpiar la suciedad de un parto en medio de todo
aquello sonase absolutamente surrealista.
—Mantén las piernas bien
cerradas y no se te ocurra sacarlo —la amenazó otro, como si Linden fuese a
quedarse dentro solo porque su madre se lo pidiera educadamente.
Después de eso, los
ataron a todos salvo a Fang, algo que, según algunos murmuraban, deberían haber
hecho antes.
Ernest había querido
quedarse en el templo porque era un maldito cobarde que jamás se había
enfrentado a nada que no fuese el inconveniente de pedir las cosas a alguien
para que se las entregase a su gusto. Igual que Dan-bi y Amirah, él también se
arrepintió mucho —aunque sin razones directas— de no haber salido de allí
cuando tuvo ocasión, que en su caso había sido en cualquier momento antes de
todo aquello.
Y así, mientras la noche
avanzaba, cada uno de ellos aprendía a esperar en silencio, guardando la rabia
para cuando pudiera serles útil.
*
* *
En la
posada, el comandante Lefu se había sentado a la mesa con Amirah, que se hizo
una idea bastante clara de lo que se esperaría de ella cuando él le puso una
mano sobre la rodilla. Owen la miraba desde la barra cada vez que podía, y ella
lo miraba a él, intentando no parecer asustada para no ponerlo más nervioso.
—¿Te gusta? —preguntó
Lefu—. Ese hombre, el cocinero.
—No —mintió ella—. Es un
buen amigo.
—Deberías comer algo.
Cuando lleguemos a Duvos vas a echar de menos la comida.
Amirah se quedó
paralizada ante la nueva información.
—Querida, ya sé que es
algo precipitado, pero créeme, no vas a querer quedarte aquí... Yo cuidaré bien
de ti. Come.
—No tengo hambre.
—Muy bien, entonces, dado
que yo ya he terminado, daremos la cena por concluida. Ahora vamos a subir a la
habitación. ¿Quieres acompañarme?
—¿Qué pasa si digo que
no?
—Nunca he forzado a
ninguna mujer. Quiero que quieras acompañarme, pero si no hay predisposición,
cogeré a tu amigo y le haré daño. ¿Quieres acompañarme?
—Sí —respondió,
obediente.
Él se levantó y le apartó
la silla cuando ella lo hizo también, ofreciéndole el brazo, que ella tomó.
Y subieron.
Amirah se obligó a no
mirar atrás.
Cuando la
puerta se cerró, separándola del mundo, el comandante la llevó hasta la cama y
la dejó allí de pie, junto a ella. Amirah trataba de no pensar demasiado. Ya había
pasado por eso en Barnarock. Cuando tenía quince años, unos chicos la
acorralaron en una calle y la arrastraron a un lugar apartado. Allí, Amirah
aprendió ciertas cosas sobre los hombres y nunca había querido estar con
ninguno.
Hasta que conoció a Owen.
Trató de no pensar en su
cara cuando los vio subir. Amirah comenzó a modelar la arcilla en su mente,
repitiendo aquello que había hecho mil veces, repasando con cuidado la
sensación del tacto al deslizarla en el torno.
El comandante se quitó el
casco y lo dejó en el suelo, a un lado. Tenía el rostro surcado por profundas
cicatrices que lo cruzaban, como si se las hubiera hecho algo muy afilado. De
no ser por ellas, y por la mirada gélida y el gesto adusto de su boca, habría
sido incluso atractivo.
No hubo
preámbulos ni conversación. No intentó cortejarla, a pesar de los burdos
intentos durante la cena. Simplemente iba a tomar lo que ya sentía como suyo.
Trató de bajarle el
vestido por los hombros y, al quedarse atascado en el pecho, lo rasgó,
dejándolo colgando a ambos lados de sus caderas. Le quitó el sujetador y la
acarició, pellizcándole los pezones hasta que estuvieron duros, tarareando su
aprobación. Apartando el pelo que caía en cascada, se agachó para tomarlos con
la boca, dejando un rastro caliente en su piel mientras ella daba forma a uno
de sus jarrones, en su mente.
Le subió un poco la
falda, sin mirar debajo, y pasó los dedos con delicadeza bajo el elástico de
sus bragas, suspirando, sin tocar más allá. Se arrodilló mientras se las bajaba
hasta los tobillos, respirando pesadamente sobre su vientre aún cubierto por la
suave tela del vestido. Cuando se las hubo quitado, se las llevó a la nariz e
inhaló con los ojos cerrados. Después, se las guardó en el bolsillo y se sentó
en el borde de la cama.
Lefu se despojó de la
chaqueta y la camisa, dejándolas a un lado. Su pecho fibroso hacía juego con su
rostro, con marcas de quemaduras aquí y allá. Se desabrochó el cinturón,
haciéndolo tintinear —un sonido que se le quedó grabado en la mente y la hizo
temblar— y abrió los pantalones, tomando a Amirah de la mano y acercándola a
él.
—Arrodíllate, querida.
Quiero que me toques. Puedes fingir que te gusta.
Amirah se arrodilló y
buscó entre sus piernas, terminando de liberarlo de donde estaba. Duro y
rígido, como ella misma se sentía. Lo trabajó con cuidado, como hacía siempre
todo, mientras él susurraba halagos y se mecía contra sus palmas.
Luego la agarró del
cuello y la acercó más.
—Así, abre la boca... Eso
es... cuidado con los dientes, bonita.
Y ella obedeció,
agradeciendo que se hubiera lavado antes. Aún recordaba con claridad el olor de
la primera vez, a sudor agrio y alcohol. Al menos, el comandante se había
lavado y no apestaba.
Amirah no sabía muy bien
qué hacer con toda aquella carne en la boca, así que se limitó a tener cuidado
con los dientes mientras la deslizaba arriba y abajo, moviendo la lengua
alrededor de la punta, algo que parecía derretirlo. El comandante gemía con los
ojos cerrados y ella llegó a pensar que su infierno terminaría antes de lo que
imaginaba si lo hacía lo suficientemente bien. Pero él no quiso terminar. La
detuvo y la obligó a ponerse en pie de nuevo, mientras sus manos reptaban como
serpientes por sus muslos.
—Separa las piernas —le
dijo, con la mirada ardiendo.
Obedeció de nuevo,
complaciente. Él la acarició entre los pliegues de forma íntima y lenta, muy
diferente a sus recuerdos. Metió un dedo dentro, y luego otro.
—Estás muy seca, querida.
—No puedo fingir tanto
—respondió ella, desde la lejanía.
—Está bien... túmbate
bocarriba.
Y ella se tumbó, sumisa.
—Dobla las piernas,
así...
El comandante le levantó
la falda hasta la cintura, dejándola expuesta por completo por primera vez, y
le apartó las manos que, instintivamente, había puesto para cubrirse. Él la
miró, obsceno y lleno de lujuria, mientras comenzaba a besar el interior de sus
muslos, dejando mordiscos que le dolieron. Después, lo sintió zambullirse de
lleno, humedeciéndola y calentándola hasta donde ella no podía llegar por su
propia repulsión. Le pasaba la lengua con la devoción de quien siempre se lleva
el premio a casa, hasta que estuvo lo suficientemente mojada para su gusto.
—Date la vuelta —exigió—.
A cuatro patas. Quiero verte ese culo...
Y ella lo hizo, acatando
una vez más. Él terminó de desnudarse, le subió los restos del vestido, que se
negaba a quitarle y que siempre quedaba a medio camino entre arriba y abajo, y
la acarició de nuevo, comprobando que estaba lista para recibirlo.
Sintió cómo se frotaba en
su entrada, paseando su polla entre los muslos apretados y sudorosos de Amirah,
húmeda de su repugnante saliva. Y, sujetándola con demasiada fuerza de las
caderas, se metió dentro, sin darle ni un segundo para adaptarse a su tamaño. Empezó
despacio, pero enseguida se volvió impaciente y avaro. Se movía cada vez más
enardecido con el sonido de sus cuerpos chocando. La apretaba al límite
mientras respiraba como un animal excitado. Ella sentía el peso de sus
testículos golpeando detrás, sobre su piel sensible, mientras rezaba en
silencio para que no se le ocurriera probar por el otro agujero. Y cuanto más
deprisa iba, más erráticas se volvían sus manos, pellizcando y amasando y
frotando, mientras le decía cosas en una lengua que ella no conocía. Terminó
con embestidas febriles que la tumbaron del todo en la cama, con la cara pegada
a la colcha, hasta que se derramó dentro de ella. Y Amirah pensó que, por fin,
todo podría terminar allí, evitando recordar que después iría con él a Duvos, y
que su vida sería ese momento para siempre.
Pero el comandante Lefu
no había terminado, y Amirah no tardaría ni diez minutos en comprobar que
volvía a estar duro. Rígido, como una barra de hierro lista para golpear.
Se preguntó en qué estaba
pensando cuando miró furiosa a su hermano, el único que levantó la mano cuando
Musa les ofreció una vivienda en el plan de desarrollo del norte.
Pensaba en Owen. En sus
ojos demasiado azules y su sonrisa amable. Aunque, en ese momento, apenas
pudiera recordarlos.
*
* *
Grace
estaba sentada en la silla ahora. La misma que había ocupado Jamie antes que
ella. No necesitó que nadie le contara lo que había pasado; lo supo al ver el
pequeño dedo en el suelo y la sangre a medio secar. Jamie se había sentado
donde ella estaba y había pronunciado su nombre.
Grace jamás se lo podría
echar en cara, aunque ahora mismo se sintiera estúpida por haberse tragado el
papel de Matilda, y cobarde por tener miedo. Más miedo del que había sentido
nunca.
A Grace no le asustaba la
muerte, pero el dolor era otra historia. Se dio cuenta, con amargura, de que su
entrenamiento no le serviría de nada esa noche. Lo vio en los ojos de Pen y en
su sonrisa, que se relamía adelantándose a los acontecimientos.
—¿Sabes qué es lo mejor
de las fronteras? —le preguntó él—. Cuando estoy a este lado, me llaman
Protector; cuando estoy al otro, Ejecutor. Fronteras y semántica, tan delicioso
como aquellos chiles de Duvos, ¿recuerdas, Grace?
—Sí, lo recuerdo
—respondió, tratando de no sonar desafiante, tal y como le habían enseñado.
Lo recordaba
perfectamente: el día en que casi obligó a Pen a comerse el plato aderezado con
aquellos chiles que pidió específicamente para él. Lo hizo para sacarlo de
circulación mientras Logan se llevaba a Matilda para interrogarla sobre el
agua. Sabía que se la tenía guardada... y no se había equivocado.
Pen sacó un bisturí de su
estuche. Grace no le quitaba la vista de encima a los alicates que había sobre
la mesa.
—Es probable que empiece
sacándote un ojo —susurró, distraído, dándose unos golpecitos en la mejilla con
él, como si se le acabara de ocurrir. No se le acababa de ocurrir—. No lo
sacaré del todo, lo dejaré colgando para que puedas sentirlo agitándose cada
vez que muevas la cabeza, ¿qué te parece?
Grace se estremeció. Se
notaba que Pen adoraba ese momento más que ningún otro: el instante en que
conseguía quebrar voluntades y aflojar el ánimo. Lo disfrutaba incluso más que
la sangre y el dolor. Era el momento en que conseguía, por fin, toda su
atención.
Le levantó un poco la
falda y rasgó el pantalón corto que llevaba debajo, lo justo para dejar al
descubierto buena parte de su pierna.
—Por algún sitio habrá
que empezar —dijo Pen—. Creo que, de momento, es mejor que puedas verlo todo.
Que veas cómo me esfuerzo, Grace. Todo por ti.
Clavó la punta del
bisturí y la deslizó con facilidad, formando un rectángulo grande que abarcaba
todo su muslo, mientras ella apretaba los dientes. No era demasiado profundo,
no pretendía desangrarla. Separó la piel de la carne con cuidado, como si
abriera una ventana roja, húmeda y palpitante, tirando de ella y escuchando el
desagradable sonido del desollar. Trabajó despacio, pero con esmero, hasta que
lo dio por concluido.
Parecía un cuadro
abstracto del Viejo Mundo. Uno de esos por los que la gente de dinero pagaría
una verdadera fortuna. Grace había intentado no gritar, pero fue inútil. Gritó,
y lo hizo con todas sus fuerzas, tanto que la garganta le ardía.
Pen la observó con
atención, ella con la cara congestionada llena de lágrimas, sudor y mocos.
—Bueno, pues ya está
—dijo, asintiendo, satisfecho—. Ahora, Grace, voy a hacerte preguntas y las vas
a contestar... Si no lo haces, te despejaré otro trozo. Pero antes de eso...
Pen sacó un pequeño
paquete del lateral de su chaqueta, que desenvolvió con cuidado. Grace se tensó
aún más, si eso era posible.
—¿Sabes qué es esto? —le
preguntó Pen.
—Chile de Duvos.
—Es la primera vez que
hago algo así. Me siento un poco como Owen ahora mismo... —dijo, sonriendo con
absoluta sinceridad—. Supongo que ya sabes lo que voy a hacer con él, así que
podemos empezar por tu código de agente. Me vendría de perlas para contactar
con los tuyos, ya que seguramente las dos personas que faltan han ido en busca
de ayuda a alguna parte... Quizá unos nombres aquí y allá... Códigos de frecuencia
segura... Lo típico, vamos.
Grace no quería decirle
nada, aunque la piel le ardía como si se la quemaran con acero al rojo vivo.
Aunque todo se volviera oscuro y pegajoso, y el olor de la sangre y la orina le
llenara por completo las fosas nasales.
*
* *
Owen
había visto cómo Amirah subía a las habitaciones con el comandante y, antes de
que la puerta se cerrase tras ellos, ya tenía un plan en mente. No era el plan
más rápido, pero sí el más efectivo. No iba a llegar a tiempo, antes de que las
cosas sucedieran, pero si se precipitaba, terminaría muerto y Amirah acabaría
en Duvos con Lefu. Owen no era un hombre que hiciera las cosas sin pensar, y
esta vez no fue la excepción. Apartó la sombra de lo que estaba pasando arriba
para concentrarse en lo que iba a pasar abajo.
Abajo,
muchos de los soldados que habían invadido el pueblo estaban sentados a las
mesas. Ninguno le había ordenado que preparase la cena, porque a ninguno se le
había ocurrido semejante audacia estando su comandante cerca. Sin embargo,
cuando Owen les ofreció esa posibilidad, alegando que así se mantenía ocupado y
lejos de las celdas, aceptaron de inmediato. Owen les dijo que les prepararía
una cena que jamás olvidarían. Cena local, al más puro estilo Sandrock.
Les encantó la idea.
Así que Owen cocinaba en
grandes cantidades aquella comida algo picante que, estaba seguro, les gustaría
y les daría bastante sed. Cuando alguno se acercaba lo suficiente, les contaba
alguna historia corta, y pronto se descubrió haciendo amigos. Owen llevaba más
tiempo que la arena del desierto metiéndose a la gente en el bolsillo, y estaba
en su salsa. Esa noche, de forma literal.
Lo que nunca había hecho
Owen antes era envenenar a todo un pelotón de soldados de un imperio enemigo.
En el desierto crece poca
vegetación, pero algunas plantas locales eran tan venenosas como los
escórpidos. Quizá más, si sabías prepararlas.
Y Owen sabía.
Durante
aquel día de preparativos, en el que todos planeaban qué hacer, Owen había
recolectado suficiente para intoxicar a un ejército. Honestamente, no había
pensado que llegaría a usarlo.
Así que hizo su cena y la
sirvió, confiando en que los turnos se renovarían al alba, como había oído. Y
cuando todos tuvieron sed, bebieron aquella deliciosa bebida afrutada que tanto
les había gustado, tan adecuada para refrescarse en el desierto después de un
duro día de fechorías. Cuando comenzaron a desvanecerse, Owen remató con su
cuchillo de cortar verduras en juliana a los que parecían darse cuenta de que
algo no iba bien, antes de que pudieran armar un escándalo.
Porque algo no iba bien.
Y tampoco volvería a ir mal. Para todos ellos, ya no habría nada más allá de
esa cena.
Poco
antes de amanecer, habiendo escondido todos los cuerpos dentro de la cocina por
si entraba alguien, Owen subió las escaleras con el cuchillo en la mano. Pegó
la oreja a la puerta y no escuchó nada. Con mucho cuidado, se deslizó dentro de
la habitación y vio, en la penumbra, el cuerpo desnudo del comandante,
parcialmente volcado sobre la mujer que amaba, aferrado con gesto posesivo a uno
de sus pechos. Él dormía; ella, no.
Owen se llevó un dedo a
los labios, Amirah asintió, y cuando estuvo lo suficientemente cerca, le cortó
la garganta sin parpadear. Lefu se desangró, como el cerdo que era, entre espasmos
gorgoteantes, con la boca cubierta por el brazo de Owen. Esa del cuello sería
su última herida.
Amirah salió de debajo
del cuerpo, con el vestido hecho girones y cubierta ahora de sangre, y se
abrazó a él, temblando y llorando lo que no había llorado antes. Owen la
sostuvo, acunándola, pensando en lo poco que había durado aquel hombre para
todo lo que se merecía. Ella se agachó un momento a recoger su ropa interior
del bolsillo del pantalón olvidado del comandante, y Owen sintió que nunca
nadie podría repugnarle tanto como Lefu.
Estaba a punto de
amanecer, y aún tenía que llegar hasta las celdas antes de que eso ocurriera.
Aún podía moverse al amparo de la oscuridad si se daba prisa.
Cuando
salieron, con Owen armado con una espada hurtada, no vieron a nadie en las
inmediaciones. Los soldados estarían cerca del Cuerpo Civil, en los
apartamentos y en torno al templo. Owen dejó a Amirah en su casa, que estaba
pegada a la Luna Azul, prometiéndole que volvería a por ella, y avanzó,
escondiéndose entre los edificios. Cruzó y se perdió en el oasis.
Una pequeña sombra, un
poco más adelante, llamó su atención. El hombre topo le hizo un gesto para que
se acercase, y fue entonces cuando vio que no estaba solo. Ged venía con
algunos de los suyos.
—Mon ami, tenemos que esperar a que le Chevalier se vaya, o no tendremos ninguna opportunité.
—Se va a hacer de día
—dijo Owen, mirando al cielo, preocupado.
—Lo mandaron llamar, c’est question de minutes. Patience.
Y esperaron a que Pen
saliera de la caseta del agua. Cuestión de minutos. Paciencia.
De camino a las celdas,
Owen estrenó la espada un par de veces, comprobando que, si bien no cortaba
como su cuchillo, la distancia adicional que le daba era aceptable.
Y así fue
como Owen y los hombres topo liberaron a los prisioneros y se prepararon para
retomar su pueblo.
*Notas:
En la vida real nadie te salva de nada y te tienes que apañar con lo que toca.
La primera captura es de Ged, nuestro amigo y salvador, el topo. Ya he dicho alguna vez que me encanta este personaje, así que siempre es un buen momento para lucirlo, simplemente porque sí. Cuando habla lo hace con acento francés, intercalando palabras en este idioma. Escribir así me puso de los nervios; espero que al menos haya quedado decente.
Nos vemos la semana que viene. Posiblemente.
P.D.: Estoy usando el modo dictado de Google Docs para añadir las notas y luego un programa para editarlas, porque me lo deja sin puntuación y todo hecho un frijol. Intenté seguir escribiendo de esta forma mientras padezco mi lesión, pero es terriblemente extraño y muy desagradable escuchar mis pensamientos en voz alta. Las ideas no me fluyen igual y no soy capaz de organizar ni una sola. Hay que joderse... xD











