Prólogo


Logan y Haru, primavera del 96


     —¡Lo he matado! ¡Logan, joder, Howlett está muerto, lo he matado!
     La voz de su hermano le llega lejana, filtrándose a través del silencio estático que la explosión ha dejado en sus tímpanos y de varias capas de dolor. El pie, la cabeza, alguna costilla. No puede respirar. Tiene la pierna atrapada en alguna parte. Moverse es dolor. Respirar es dolor. Pensar es dolor, pero se obliga a hacerlo.
     El templo. Están en el templo. Quieren sacar a su padre de allí. Que me condene si dejo que mi padre muera encerrado como un perro sin hacer nada al respecto”, había dicho Logan.Que me condene si dejo que vayas tú solo”, le había contestado Haru. Logan le había pedido explosivos para volar la pared, pero no quería que su hermano se involucrase.
     Humo espeso, sangre en la boca, polvo en los ojos. Logan escupe y se frota los párpados para poder ver algo. No quiere mirar, pero se obliga a hacerlo.
     Las llamas ya se están extinguiendo, pero en su reflejo puede ver a su hermano llorando mientras acuna el cuerpo inerte de su padre.
     No quería que su hermano se involucrase, pero ya es tarde para eso. La bilis le trepa por la garganta y se gira para vomitarla.
     Más dolor.
     Trata de quitarse los escombros de encima y Haru deja a su padre para acudir en su ayuda. Tira con fuerza del fragmento de pared que le aprisiona la pierna y Logan grita. Tiene el pie roto y ojalá le doliese hasta perder el sentido. Hasta convertir su corazón en piedra. Quiere seguir gritando hasta quedarse afónico, hasta que no pueda articular palabra nunca más.
     —¿Está muerto? —le pregunta a su hermano, aunque ya sabe la respuesta.
     —Ha sido culpa mía —susurra Haru, con la cara llena de hollín y mugre y lágrimas que la surcan dejando trazos de piel pálida tras de sí. Tiene el pelo pegado y blanco de yeso, igual que su ropa. Tose una vez. Dos veces—. Lo he calculado mal, Logan, ha sido culpa mía, ¿me estás escuchando?
     —No ha sido culpa tuya, yo te lo pedí —le dice. Y lo cree de verdad. Solo espera que su hermano lo crea también, pero no lo hará. Lo conoce muy bien y sabe a ciencia cierta que se seguirá culpando. Los dos van a tener que vivir con esto el resto de sus vidas y él ya está deseando que la suya no se alargue—. Yo te lo pedí, Haru, lo único que hiciste tú fue tratar de evitar que cometiese una estupidez. ¿Está muerto? —repite.
     —Sí. No. No aún —la voz de Haru está rota, suena como el graznido de un cuervo. Quiere abrazarlo y decirle que todo irá bien, pero sabe que es mentira. Sabe, con claridad meridiana, que ya nada va a ir bien. Ahora mismo, todas esas certezas se derrumban sobre él, como la pared que lo separaba de su padre, dejándolo en ruinas.
     —Ayúdame a sacarlo de aquí. No quiero que muera dentro del templo —dice en cambio.
     Ayúdame a sacarlo a la calle, para que sienta el aire en la cara, piensa.
     Para que vea las estrellas solo una vez más. Como cuando era un niño y él le enseñaba a leerlas para no perderse nunca.
     Logan está a punto de perderse del todo y saberlo solo lo empeora.

Lo sacan a duras penas. Se oyen gritos en la noche. Tienen poco tiempo antes de que lleguen hasta ellos.
     —Logan… —resuella Howlett. Tiene los ojos cerrados y sus pulmones suenan líquidos. Sangra por la boca y lo ponen de lado para que no se ahogue, aunque no servirá de nada y lo hará igualmente.
     Logan y Haru se acercan para escuchar las últimas palabras de su padre. Las graban a fuego en sus mentes para no olvidarlas jamás. Para darles vueltas en la oscuridad durante las largas noches que se avecinan, tratando de encontrarles sentido. Esas palabras que serán lo único que los mantenga cuerdos. O si no, que evite que enloquezcan del todo.
     Tres palabras. Un rompecabezas. La súplica de un muerto.
     Y Howlett ya no respira.

Logan no piensa, solo se deja arrastrar tratando de cooperar y de ponerle las cosas fáciles a su hermano, que le ruega que se mueva. Se suben a las cabras y las espolean, obligándolas a correr a toda velocidad hacia la noche. Siente un dolor físico lejano, aplastado por el que le hunde el pecho por dejar a su padre muerto tendido en suelo. En la oscuridad y entre lágrimas, lo único que distingue ante él es el pelaje blanco de Merle. Por mucho que sujete las riendas, no está guiando a Rambo. El enorme macho sigue a la cabra de Haru sin vacilar y Logan siente el alivio de no tener que tomar decisiones. Hacia dónde cabalgan y por cuánto tiempo lo harán antes de tener que detenerse para no reventar a los animales.
    Siente el frío y pegajoso miedo deslizarse por su espina dorsal. Miedo a las cosas que ya no puede cambiar. Miedo a saber que han cruzado el punto de no retorno. Miedo a las consecuencias de sus actos. La clase de miedo que atenaza el corazón, convierte en escarcha los pulmones y en gelatina las piernas. Se arrastra como una serpiente hacia arriba, siempre hacia arriba, hasta lo más profundo de la mente, anidando allí.
     Logan nunca ha sido de los que hacen caso a nadie. No lo fue de niño y, desde luego, no lo es de adulto.
     No hizo caso a Justice.
     No hizo caso a Owen.
     No hizo caso a Haru.
     Y ahora están jodidos. Jodidos de la peor forma posible.

Cabalgan. Cabalgan. Cabalgan hasta que el amanecer dibuja el paisaje. Dejan atrás las dunas para cabalgar tierra baldía. Seca y agrietada como sus almas.
     Cabalgan parando lo justo para que las cabras descansen hasta que anochece de nuevo y paran para fingir que duermen. Haru trae algo que desuella y pone al fuego. Cuando Logan se lo mete en la boca le sabe a ceniza y muerte. A algo sacado de una tumba.
     Su vida se siente como esos legajos de papel que a veces encuentran entre las ruinas y que, al tocarlos después de tanto tiempo, se convierten en polvo ante sus ojos. Así se siente su vida ahora. Desintegrada en arena y polvo que se llevará el viento.
     Se tumban envueltos en las mantas; negrura de ataúd y terrible silencio, deseando que la insondable oscuridad los amortaje.


*   *   *


Jamie, primavera del 97


Jamie acuna la mano de Ada entre las suyas. Piel y huesos, lo que la enfermedad no ha devorado. Ada respira con dificultad, húmeda de sudor, su pañuelo pegado a la cabeza. Jamie se lo cambia por otro de los mil que le ha hecho, para que esté seca y limpia, y no pueda ver el desastre que hay debajo, ese que ella nunca ha querido que viera. Unas pocas hebras, finas y obstinadas que, como ella, se negaban a caer.
     A los cincuenta y tres, los médicos le dijeron que con mucha suerte viviría un año más. Ada tiene ahora cincuenta y ocho. Ha sobrevivido a base de obstinación y tratamientos químicos, que hicieron que su cabello se desprendiese como polvo. Comenzó a usar pelucas, que amontonó en un lúgubre cajón que ahora es el ataúd de todas ellas. No hay ninguna igual a otra y ni una sola se parece a su pelo de siempre.
     Ada ladea la cabeza, frunce el ceño y boquea. Sus mejillas están flácidas y cetrinas y el gesto es como el de un feto nonato en el útero: movimiento facial reflejo.
     Jamie le recoloca la almohada, le pasa una toalla fría por la frente, le pone hielo en los labios.
     Ya no está, solo el cascarón exangüe de su cuerpo en llamas. El dolor y la medicación se la llevaron hace días, pero ella sigue esperando que regrese, aun sabiendo que no lo hará. La mira a los ojos turbios cada vez que los abre, pero no está. Solo hay vacío, el mismo que habita en el pecho de Jamie. Las garras que aprietan su garganta desde que la enfermedad de Ada volvió se han hecho fuertes y la asfixian.
     El final de una carrera que llevan años corriendo juntas.
     El final.
     Es la segunda madre que pierde.
     No se ha ido —aún—. Aún no está muerta. Pero lo estará.
     Va a pasar, y eso la desgarrará por dentro.
     Jamie recuerda muy bien como es.
               Es caminar sobre vidrios rotos.
               Es sostener cenizas que nunca volverán a ser fuego.


Nia está en la casa, en alguna parte. Las ha dejado solas porque Jamie se lo ha pedido, pero no se va. Se queda para asegurarse de que Jamie coma, o que al menos lo intente, o para recordarle que se dé una ducha cuando empieza a apestar. Para que, cuando Ada cierre los ojos definitivamente, haya alguien que la llore, porque Jamie ya no tiene más lágrimas. Para ser quien tome todas esas decisiones por ella después. Se encargará de elegir el ataúd, las flores e incluso llamará a quien haya que llamar. Cuando Ada esté bajo tierra, iniciará todos los trámites burocráticos necesarios. Hará el papeleo por ella y se lo pondrá delante para que lo firme.
     Jamie no podría hacer nada de eso sin Nia.
     Para eso están las mejores amigas, le ha dicho con una sonrisa triste que no encaja en su cara traviesa.

Los ojos de Ada se hunden más en la sombra de su rostro vacío. Su pecho sube y baja más despacio.
     El reloj del pasillo es lo único que rompe el silencio. El reloj y esa respiración gorgojeante y trémula. Ada se ahoga porque tiene los pulmones encharcados, aunque no se enterará de nada —eso dicen los médicos cada vez que vienen y antes de irse—.
     Jamie va hasta la ventana abierta. Abierta para que la brisa entre y la habitación se ventile y huela un poco menos a enfermo terminal. Las noches son frescas, pero no lo suficiente como para mantenerla cerrada. Las copas verdes de los árboles se extienden hasta dónde termina la zona residencial y comienza la ciudad. Puede ver el parque dónde Ada la llevó mil veces a jugar. Es primavera y todo apunta a que será un día precioso. Acaba de amanecer y es la clase de mañana que hace que uno desee que la muerte no exista.
     Cuando Ada se vaya, el mundo seguirá girando sin ella.
     Cinco cosas que puedo ver.
     Cuatro cosas que puedo escuchar.
     Tres recuerdos felices.
     Lo repite como un mantra, cierra la ventana y regresa al lado de Ada para cogerle la mano de nuevo, porque se siente culpable hasta de mirar fuera. Hacerlo es mirar a otro lado mientras ella desaparece.
     Cinco cosas que puedo ver.
     Cuatro cosas que puedo escuchar.
     Tres recuerdos felices.


El primer verano que pasó con Ada, después de dos años en un orfanato, se tumbaba en la cama por las noches con la ventana abierta y las manos acariciando las sábanas. El tejido estaba fresco y el tacto le gustaba. La brisa que se filtraba, junto al olor a césped húmedo. El sonido de los aspersores. La paz que le traía todo eso.
     Hace mucho tiempo que ya no hay paz. Se siente desconectada de la vida. Como si fuese la suya la que pende de un hilo que su muerte cortará.
     Si Ada pudiese escucharla pensar, le daría un golpe en la cabeza y le diría que si se ha vuelto idiota para andar dándole vueltas a semejantes estupideces. Le diría que todos nos vamos y que nadie se queda y que más mirar por la ventana y menos hacer manitas con ella. Le diría: “Oye, tontita, no te quedes aquí marchitándote con una moribunda.” Le diría: “Date un garbeo, chica”.
     Echa de menos su voz y ahora daría cualquier cosa por escucharla. Cualquier cosa por una sola palabra más.
     En su lugar, Ada exhala por última vez.
     Cinco cosas que puedo ver.
     Cuatro cosas que puedo escuchar.
     Tres recuerdos felices.
     No se le ocurre nada, se ha quedado en blanco. Ada ya no respira y ella tampoco puede hacerlo. El hilo se ha roto y flota fuera de la atmósfera, mientras encoje y se congela.
     Sabe que, cuando baje la cabeza para mirarla, se romperá en mil pedazos, como si la hubiesen golpeado con el martillo de un joyero.


      Tiene tres años y su padre la enseña a nadar. —Eso es —le dice—. Muy bien, mueve los brazos. Así.

          Tiene siete años y ha desmontado todos los aparatos de casa para volver a montarlos de nuevo. Solo quería ver cómo funcionaban. Con las piezas que le sobraron, creó algo nuevo.

          Tiene ocho años y el ministro le dice que tiene que ser muy valiente. Sus padres no van a volver. No va a verlos nunca más. Están muertos.

          Tiene nueve años y le ha roto la nariz a Ted. No sabe por qué lo ha hecho, pero se ha sentido bien. Tiene ganas de repetirlo. La castigan.

          Tiene once años. Conoce a Ada. Ella le enseña a usar los puños. A usarlos bien. Y la cabeza. —No puedes ir por ahí golpeando a la gente —le dice Ada la primera vez que la recoge del despacho del director, el primer día en su nuevo colegio.
          El segundo día, Nia la perdona y se convierte en su mejor amiga para siempre.

          Tiene catorce años y Ada enferma. Le sangra la nariz. ¿Por qué no deja de sangrarle?

          Tiene diecinueve años y ha perdido uno entero cuidando de Ada. Ada escribe a las mejores universidades y la aceptan en todas, pero se queda en la que está en su ciudad. Nia también.            


Dos meses después, Jamie está metida en la cama. No ha salido de casa y no tiene ganas de hacerlo. Discute con Nia todos los días cuando le pide que se mude con ella. La casa atestada de Nia no le apetece. La familia numerosa de Nia es algo en lo que no puede ni pensar ahora mismo.
     Escucha la puerta y los pasos que suben. Nia irrumpe sin contemplaciones, como lo ha estado haciendo desde el día siguiente al funeral. Jamie no la ve porque ha metido la cabeza bajo la almohada, pero siente su desaprobación extendiéndose como alquitrán caliente.
     Nia chasquea la lengua con fastidio tsky un periódico impacta con saña en su espalda.
     —Última página —le dice. Y se dirige al armario, abriéndolo de par en par—. Espabila, no tenemos todo el día.
     —Está amaneciendo—protesta, tirándole la almohada. Nia la esquiva con facilidad, ni siquiera se molesta en girarse. Jamie sabe que puede verla como si tuviese ojos en la nuca, que es casi imposible sorprender a Nia por la espalda, pero no va a dejar de intentarlo.
     —Exacto —responde, poniéndose de puntillas para agarrar su maleta de la parte de arriba—. Vamos algo justas de tiempo.
     Se incorpora, coge el periódico y busca qué es lo que Nia quiere que vea y que la ha llevado a asaltar su armario sin piedad, dejando un buen montón de perchas vacías chocando airadamente. Ve un anuncio. Hay un pueblo que busca constructor. Sandrock.
     ¿Qué sabe de Sandrock? Tierras fronterizas, áridas y desafiantes, escasez de recursos, amenazas externas, dificultades económicas, temperaturas extremas. El pueblo fue el epicentro de la fiebre de reliquias y lo expoliaron hasta dejarlo seco. Literalmente. El expreso de Atara lo cruza pero, cuando se detiene allí, nadie baja en esa parada. El último sitio al que alguien iría estando en su sano juicio.
     —Hora de sacar la cabeza del culo, Jamie —dice Nia, que ahora está mirando por encima de su hombro para comprobar que ha encontrado lo que ella quería que encontrase—. Hora de cambiar de escenario. No más comida de lástima de mi madre y tus vecinos amontonándose en la nevera. No más lástima en general. Si tengo que echarte de aquí de una patada lo haré. Lo haré sin contemplaciones y lo sabes.
     —Sí que lo sé.
     Lo sabe muy bien y por primera vez en… no recuerda cuanto, una sonrisa tira ligeramente de la comisura de sus labios. Nia le ha hecho el equipaje en menos de tres minutos.
     —Les escribí hace dos semanas. Quieren que firmes el contrato mañana, para estrenar el verano. Están como locos por echarte el guante.
     Nia le tiende un sobre que contiene la respuesta a su carta, y Jamie se fija en la fecha del periódico: es de hace dos semanas.
     —¿Por qué no me lo has dicho hasta ahora?
     —Porque, si te doy tiempo para pensarlo, no sé si podría lograr que te largues. Y a lo mejor me ablando yo también y dejo de intentarlo —añade.
     —¿Por qué precisamente aquí? —le pregunta a Nia, levantando el periódico y apuntando al anuncio con el dedo.
     —Porque seguro que hace juego con tu estado de ánimo. El tren sale en una hora. Tómalo como un viaje de redescubrimiento personal, y NI SE TE OCURRA hacer otra mejor amiga o tendré que mataros a las dos —Nia hace una pausa, frunce el ceño y se lleva un dedo a los labios, mientras los engranajes de su mente giran, marcando un código que ningún otro ser humano puede comprender—. Oye, ¿tienes protector solar? No queremos que combustiones en tu primer día allí…


Siguiente capítulo



*Notas:

Cuando jugué al videojuego, una de las cosas que me hizo pensar en escribir un fanfic sobre él, fue todo el silencio hermético que se genera en torno a este acontecimiento. Sabes de él porque, de alguna forma, todo gira en torno a eso, pero no porque se haga mucho hincapié. Yo quería o necesitaba un prólogo que partiese de ese punto concreto y que mostrase ya algo del Logan de las tres frases y todo eso que se quedó flotando, junto a los escombros, cuando desaparece del pueblo. 
Otra de las razones es el Logan de las tres frases. Yo lo llamo así, porque en el juego no hay ningún exceso de drama —como tiene que ser, porque su única intención es que pases un muy buen rato y el drama que se desprende entre líneas rompería eso—, pero sin embargo, cuando Logan habla contigo en el banco del oasis, tres de sus frases te parten por la mitad. Son las únicas frases que dejan muy claro que lo que ha pasado ha tenido consecuencias muy serias para él:

"La primera comida que hicimos después de escapar de Sandrock fue la peor. estábamos demasiado distraídos para montar un campamento, demasiado conmocionados para encender un fuego. Seguí dándole vueltas a las cosas en mi cabeza. Lo que había sucedido, qué salió mal... Con el tiempo me sentí más débil, exhausto. Tuvimos que detenernos y comer algo. Agarramos unos cuantos peces areneros, pero sabían a... muerte. Esa fue la vez que más miserable me he sentido en mi vida. Dicen que el tiempo cura las heridas. Y supongo que es cierto. Pero lo que no te dicen es a cerca de las cicatrices."

"Conocimos a Andy en una tormenta de arena luego de que nos avisaran que había un monstruo rondando un pozo de agua local. en aquel entonces éramos forajidos... pero eso no nos detuvo. Cuando llegamos encontramos a Andy. Parece que había perdido a su caravana hacía algún tiempo y estuvo viviendo por su cuenta."

"Mi padre siempre decía que las personas siempre se encuentran por una razón. Nunca rechazaba a un desconocido. Así que... el curso de acción parecía claro. Lo acogimos. Dijimos que éramos una "pandilla" y no solo fugitivos... Creo que eso le dio un propósito. Le ayudó a olvidar lo que había pasado. A mí también me ayudó a olvidar, supongo. Ser un padre para él me ayudó a sobrellevar el dolor de haber perdido al mío."

Las dos últimas hablan de Andy, a quien conoceremos en el primer capítulo si no has jugado, pero me parece oportuno dejarlas juntas. Unidas al vínculo emocional que ya tienes con Logan, te dan mucho en qué pensar. En un fanfic, por ejemplo. 

Por otra parte, nuestro constructor —Jamie—, tiene padres en el juego. Unos padres con los que se escribe ocasionalmente y que la visitan al final, pero que en ningún momento llegué a sentir presentes. He querido hacer de la orfandad un punto en común y un medio de transporte para generar unos lazos familiares potentes, que creo que funcionan mucho mejor. 

Rambo es la cabra de Logan y Merle la de Haru. Sí, van en cabras, pero joder, son enormes y molan...

Y bueno, Nia siempre tiene su espacio, así que un prólogo sin ella era inadmisible. Nia es la amiga incondicional y quiero eso de ella aquí. 

El juego tiene tres inicios de pantalla. Siempre me ha parecido que este tiene un poco de spoiler... Pero es una imagen genial: Logan, Andy, Haru y Rambo. Aunque imaginaremos a Haru con lo dicho en las notas adicionales de la entrada principal, ¿vale?