27. El camino recto de la vida
Si
lo piensas bien, solo somos carne en descomposición y la vida es un camino
recto hacia la muerte. Jamie había aprendido esto muy pronto, cuando todos a su
alrededor lo cruzaron uniendo los dos puntos.
Y pensaba
exactamente en eso mientras veía cómo los soldados de la Alianza cargaban los
cadáveres de los soldados de Duvos, metidos en bolsas de plástico, en el
expreso de Atara a primera hora de la mañana del día siguiente a su excursión.
Todos los cuerpos, a excepción de uno: el de Miguel. A él le habían dado
sepultura en el cementerio, discretamente, porque es lo que Sandrock hace con
los suyos… Pero nadie quería ni oír hablar de enterrar a nadie más bajo las
arenas de su desierto, así que los soldados empaquetaban los restos para
sacarlos de allí lo más rápido posible.
Pen era uno de
esos bultos. Matilda, otro.
También
viajarían los prisioneros que los Cerdos Voladores habían hecho en esa primera
jornada, como Yan. Lo habían encontrado encerrado en una cápsula de hibernación
apagada, fingiendo que estaba muerto. Algunos soldados habían huido al
desierto, pero los encontrarían, o el desierto se encargaría de ellos.
El desierto es
cruel y despiadado, como las gentes que lo habitan, de ser necesario.
Jamie iba a la
clínica. Andy estaba allí. Logan estaba allí. Haru estaba allí. Grace no: a
ella se la habían llevado de regreso a Atara para tratarla con medicina más
avanzada. Fang le había comentado algunas técnicas sobre regeneración en los
tejidos subyacentes. O algo así…
Ni siquiera le
había dado tiempo a hablar con ella. A despedirse.
Logan estaba
conectado a la máquina de respirar. Si bien había sobrevivido a uno de los trompazos espaciales de Pen, Fang no se
explicaba cómo había conseguido caminar, aun con ayuda, y hacer todo el camino
de regreso sin perder la consciencia. Jamie sabía cómo: con la pura cabezonería
de quien se niega a morir y el propósito inflexible de no ser un peso muerto.
Ni siquiera su cuerpo al borde del colapso logró detenerlo. Tenía contusiones y
hematomas por todas partes, pero lo peor era, al parecer, que su corazón se
había saltado unos latidos y había dejado de respirar al menos un minuto
completo. Era clínicamente inverosímil que se hubiese levantado del suelo
cuando Justice y ella lo arrastraron hasta la salida. Fang lo dijo primero, el
médico de la Alianza después. También parecía probable que el cambio de postura
hubiese facilitado a sus pulmones que se volviesen a mover. En cualquier caso,
ninguno encontraba una explicación lógica que no incluyera simple obstinación.
Había
sobrevivido. Pero lo había hecho al precio exacto de su terquedad: dolor,
agotamiento y un cuerpo que apenas había resistido el envite. Una victoria
pírrica, como casi todas desde lo del templo.
Lo que estaba
claro es que el cazador le debía otra vida al niño.
La fractura de
la mano también tenía buen pronóstico después de que Fang enderezase los dedos
y los entablillase. Puede que no tuviese los medios ni las máquinas para
combatir ciertas cosas, pero nadie recolocaba los huesos como él. Haru había
añadido otra costilla rota a su colección y varios hematomas, pero se
recobraría. Andy había tenido problemas para dormir y pesadillas cuando lo
consiguió, como era de esperar, pero ahora mismo, a la luz del día, se dedicaba
simplemente a ser Andy.
—Solo soy un
pobre tullido al que le falta un dedo —estaba diciendo cuando Jamie entró a la
clínica.
Jasmine
resopló, poniendo los ojos en blanco.
—En algún
momento esa excusa se te va a gastar, ¿sabes? —le contestó.
—¿Funciona
ahora mismo?
—Sí —dijo,
hundiendo un poco los hombros en señal de derrota tras meditarlo unos
instantes.
Jamie trató de
ocultar la sonrisa, mirando a Logan y viendo que él no lo había conseguido.
Haru se reía abiertamente.
Esa mañana ya
no quedaba nadie más allí, salvo ellos y Krystal, que tenía un disparo en el
hombro y otro en el borde del abdomen, bajo las costillas. Una pequeña zona
muerta sin partes vitales tan difícil de acertar que, probablemente, de querer
hacerlo a propósito jamás lo hubiesen conseguido. Ambas balas habían entrado y
salido limpiamente. Otro maldito trébol de cuatro hojas en el culo.
Todos los demás
pacientes habían sido llevados a sus casas, por lo que Haru estaba por fin en
una de las camas en vez de en el futón. Aunque podría haber vuelto a casa igual
que lo hizo ese primer día, no había querido estando su hermano allí.
A Fang le
pareció bien.
Jasmine se
despidió y se fue, llevándose con ella los deberes que había programado para
Andy. Jamie no la detuvo; no obligaría al niño a trabajar ese día, ni lo
sacaría del hueco que las piernas de Logan dejaban entre ellas en la cama.
Logan la miró, agradeciéndoselo en silencio. Haru los miró a los dos.
Ella buscó la
mano sana del cazador para enterrar la suya, encontrando en los callos
trabajados una paz infinita. Sus dedos ásperos le acariciaron los nudillos, y
ella le apartó el pelo de los ojos a Andy con la que tenía libre. El niño se
recostó, suspirando, buscándola con su mano sana.
—¿Estás bien? —preguntó
Haru.
—Qi me ha dicho
que hemos arruinado sus números reventando la tasa de supervivencia, así que
estoy bien, supongo —respondió con una sonrisa cansada—. Nunca he estado tan
feliz de arruinarle los números a nadie… Y tú, ¿estás bien?
Haru se había
venido abajo como una casa en ruinas al enterarse de que había sido Pen el
responsable de la muerte de Howlett, y no él. Había llorado como un niño, lleno
de alivio y algo de amargura, en sus brazos. Su hermano no había podido
consolarlo en ese momento, cableado y débil como estaba, solo mirar cómo ella
lo hacía. Y a Jamie no le había importado hacerlo. Hubiese matado a Pen otra
vez solo por obligarlo a sentirse así. Por obligarlo a llevar el peso de una
muerte que no era suya —una especialmente dolorosa— y hacerlo dudar de sí
mismo.
Y cuando había
mirado a Logan, supo que él también lo hubiese hecho.
—Sí, creo que
sí —respondió Haru con una sonrisa tímida—. Tampoco he estado nunca tan feliz
de arruinarle los números a alguien.
Había sido como
esforzarse hasta el límite para que el universo se desdoblara una y otra vez,
hasta que en alguno de aquellos consecutivos lanzamientos de dados coincidieran
todas las cifras.
—Andy, te he
traído una cosa —dijo Jamie, rebuscando en el bolsillo y sacando algo que brillaba
y tintineaba.
—¡Abalorios!
—graznó X con regocijo.
—¿Qué es?
—preguntó el niño, mirando su mano con interés.
Jamie se acercó
un poco más y le prendió en el pecho las dos condecoraciones de Ada.
—Esto es algo
muy importante para mí. La Alianza se las concedió a Ada… y ahora son tuyas,
cachorrito.
—Pero son
medallas, Jamie —protestó el niño, abrumado—. No puedes dármelas sin más.
—Joder que si
puedo. El Corazón Púrpura se otorga por quedar herido en combate y sacrificio
personal. La Cruz Laureada es un acto de valentía en combate. Has cumplido los
dos requisitos, ¿sabes?
—Y eso sin
mencionar que le has salvado la vida a Logan —añadió Haru, que lo miraba muy
serio.
—Pero son de
Ada…
—No, ella ya no
está, y estaría muy de acuerdo con que las tuvieses tú, ya te lo digo.
—Son muy
bonitas… —dijo el niño en voz baja, pasando los dedos por los relieves.
—Lo son, pero
también son mucho más. Son unas distinciones que te has ganado, Andy.
Dos semanas más tarde el comandante Avery les entregaría una medalla de
Honor a Grace, que no pudo recogerla, ya que seguía en Atara, a Logan, que la
dejó en la tumba de su padre esa misma tarde y a ella, que se la dio a Logan.
“Es la mía, y te la doy a ti. Olvídate de lo que representa para ellos. Para
mí, dice que es hora de que vuelvas al lugar al que perteneces”, le dijo,
cuando él trató de rechazarla.
*
* *
Un mes más tarde.
Un mes desde la llegada de
la Alianza al pueblo y de todas esas cosas terribles que habían sucedido algo
antes de eso. Los heridos estaban recuperados, o casi, los que habían estado
peor. Jamie había estado reconstruyendo lo que la guerra había dejado
atrás, borrando cualquier vestigio de
aquel día infame, comenzando por la caseta del agua. Mi-an no había sido de
gran ayuda debido a su brazo roto, así que el pueblo, que ya se había quedado
sin comisionado, solo había contado con un constructor para recomponer el
desastre. Ernest la había visto siempre muy ocupada. Siempre al borde del
agotamiento.
Pero no era Jamie la persona que estaba en el
punto de mira del escritor. Ernest había sido paciente, esperando su momento
desde el día que se bajó del tren en esa estación polvorienta. Había llegado
para cubrir las fechorías de los dos bandidos para el periódico de su padre y,
sin embargo, había encontrado una obsesión. Jamás se había sentido así: su
juicio nublado, exento de moral o modales. La necesidad de atrapar al ex
bandido para tenerlo en sus manos y extraerle hasta la última gota de interés
que albergase era ya insoportable.
La Alianza patrullaba en busca de enemigos
rezagados, y Logan, una vez recuperado, los había guiado junto a su amigo Ged,
el topo, por todo el desierto de Eufaula en busca de los rincones más
apartados. Grutas, cuevas o cualquier piedra bajo la que alguien pudiese
esconderse. El forajido había pasado dos años eludiendo a la justicia y, antes
de todo eso, ya se conocía la zona como la palma de su mano. Había sido de gran
ayuda, y todo el mundo esperaba que eso contase.
La Alianza estaba a punto de retirarse, y se
llevarían a los dos bandidos hasta Atara para juzgarlos allí por sus actos
cuestionables. El pueblo se había revelado ante esto, pero el comandante había
dejado muy claro que las órdenes de arriba eran que no serían juzgados bajo la
mano blanda y amistosa de su lugar de origen. Nadie, ni siquiera un héroe
condecorado, se saltaba las normas sin recibir un castigo. La hora de la
balanza había llegado, y había que evaluar si las cosas buenas equilibraban a
las malas y en qué medida.
Ernest había escrito ríos de tinta al respecto.
Además de cubrir todas las noticias para el periódico, había dado al público un
sinfín de historias personales, como aquella en la que contaba que el
forajido había dejado su medalla en la tumba de su padre.
A la gente le encantaban esas cosas
sentimentales, y su popularidad como escritor de este caso había crecido en
igual medida en que lo hacía la del bandido. Bueno, héroe ahora… No es como si
a Ernest le importase demasiado cómo lo definiesen. Lo único que le importaba a
Ernest era el tiempo.
Y el tiempo de Ernest se estaba terminando, al
igual que su paciencia.
Desde el día del tren, ya muy lejano, no había
podido pensar en nada más. Lo que su padre había comenzado, enviándolo a un
peregrinaje de castigo hasta el fin del mundo para que aprendiese la lección de
un trabajo duro y bien hecho, se había convertido en una idea. La novela que lo
encumbraría de una vez por todas y lo sacaría de las estanterías infantiles.
Cuando la tuviese escrita, nadie se volvería a burlar de él. Y ya contaba con
el interés previo. Aunque cambiase el nombre y añadiese lo que quisiese añadir,
la gente vería al forajido.
El principal problema de Ernest era, aparte de
que estaba a punto de perder la oportunidad de su vida para entrevistar al
objeto de sus pasiones, que Logan no veía todo ese asunto de la misma forma que
él.
Lo había estado rehuyendo desde que comenzó a
seguirlo —o a tratar de hacerlo—. No le interesaba la atención y había sido muy
claro al respecto.
Qué poco había pensado Logan en eso el día en
que lo encañonó con su revólver y cambió el curso de su vida, quizá para
siempre.
El día en que fue capaz de detener un tren en
marcha simplemente porque apuntó al conductor, cabalgando a su montura como si
saliese del mismísimo infierno, y le ordenó que lo hiciese.
Ese día, por primera vez en su vida, Ernest
sintió la adrenalina recorriendo su sistema nervioso. Un escalofrío en la base
de su columna cuando escuchó esa voz profunda bajo el pañuelo que le instaba a
poner las manos a la vista. Le había costado reaccionar, estando estupefacto
como estaba.
—No te lo voy a repetir dos veces —le había
dicho el bandido, dándole un toque en el hombro con el cañón de su arma.
Luego se había plantado en la entrada de la
cabina, justo enfrente de donde él estaba y, mientras su hermano se ocupaba de
la parte trasera, él desbalijó a todo el personal de la delantera.
—Saquen con cuidado todo lo que lleven de valor
y, por favor, déjenlo en la bolsa —había dicho, acercando un saco raído con la
mano que le quedaba libre—. Vamos, caballeros, rasquen sus bolsillos… para una
buena causa.
—¿Y qué causa es esa? —había preguntado Ernest
mientras sacaba su cartera.
—La mía, por supuesto —le respondió, haciéndole
un gesto para que la metiese con las demás.
Había una advertencia en sus ojos. Quizá
también algo de traviesa diversión. Todo eso fue la cerilla que prendió el
fuego que Ernest ignoraba tener dentro. Si en ese momento Logan le hubiese
pedido que se uniese a ellos, Ernest no hubiese dudado ni un segundo. Pero,
lamentablemente, no se lo pidió.
En los diez minutos que duró el atraco, jamás se
había sentido ni más vivo, ni más despierto, ni más vacío al descubrir con
horror que su vida era un escaparate vacuo que no merecía ni la pena. Un
escaparate que no tenía nada auténtico a la vista. Frívolo, trivial, vano. Solo
un despliegue de material trillado y de segunda mano, porque Ernest fue
consciente, por primera vez en su vida, de que no había sabido vivirla. De que
no se vive a través de las experiencias de los demás.
Tras el paso de Duvos por el pueblo, Ernest
había recuperado parte de su yo, de su seguridad, pensando que quizá vivir
aventuras estaba ligeramente sobrevalorado. Quizá entre un punto y otro podría
hacer equilibrios en el centro.
Y en eso estaba, mientras acechaba a ese hombre
con el que había llegado a soñar más veces de las que se atrevía a contar.
Impaciente, ansioso, ávido de deseo, repitiendo
mentalmente la conversación en bucle en su cabeza. Pregunta tras pregunta.
Le sudaban las palmas de las manos y se sentía
muy intimidado. De conseguirlo, lo tendría frente a él.
Por fin.
—¡Logan! —lo llamó en cuanto vio el
característico sombrero aparecer sobre las vías del tren.
Iba montado en esa enorme cabra que le hubiese
dado pesadillas a cualquiera. Lo recordaba perfectamente hundiendo los talones
en ella, sujetando las riendas con una mano y el revólver con la otra.
Logan se detuvo y lo miró, claramente
impaciente, dispuesto a rechazarlo una vez más.
—No, no estoy interesado en la entrevista —le
dijo antes de darle tiempo a hablar.
—Oye, sé que no estás interesado. Sé que no te
gusto o incluso que me aborreces, pero te vas y llevo meses aquí esperando
esto. Si no lo quieres hacer solo por eso, piensa que mis artículos aquí te van
a ayudar cuando vayáis a Atara. He hecho un gran trabajo contigo, ¿sabes?
—¿En serio? —dijo, tensando la mandíbula y
levantando la ceja de la cicatriz con absoluta incredulidad, casi furioso—. ¿De
qué manera va a ayudarme toda esa mierda? ¿Sabes que hay mujeres viniendo hasta
aquí solo para verme? Eso es lo que hacen tus artículos. Tu trabajo.
La última palabra fue pronunciada como un
insulto.
Esa misma tarde había escuchado a unas turistas decir entre risas que lo más pecaminoso que había hecho el bandido a lo largo y ancho de todo su bandidaje había sido cubrirse la cara.
—Bueno, según lo que he oído, tampoco es como
si no fueses a disfrutar esa clase de atenciones… —Logan chasqueó la lengua con
desagrado y espoleó su montura. Mierda, se había excedido. Ernest se puso
delante rápidamente, impidiendo que se alejase de él una vez más—. ¡Espera,
espera! Mira, gracias a esos artículos que odias tanto, todo el mundo sabe de
ti y gracias a ellos te apoyan. ¿Es que no quieres volver lo antes posible? La
atención pasará, como pasa todo, pero ahora está de tu parte, ¿no la
aprovecharías? ¿Por el crío? ¿O por ella?
Lanzada la
caña, solo quedaba esperar que el pez más peligroso del desierto mordiera el
anzuelo. Ernest estaba seguro de que allí
había algo de lo que hablar. En su mente había mucho más que eso. Una
mujer que lo ayuda, aunque todo esté en su contra; que miente, que infringe
leyes, que arriesga todo por él. Un amor
fraguado en el calor del desierto…
Ernest le había preguntado a la constructora, y
ella lo había mandado a la mierda. Con esas palabras.
Los ojos de Logan se estrecharon, y una
esperanza anidó en el pecho vacío de Ernest.
—Solo unas preguntas rápidas y dejarás de
verme, Logan. Desapareceré tan rápido que dentro de media hora ni siquiera
recordarás que existo. Te invito a cenar.
—Unas preguntas rápidas —concedió. El corazón
de Ernest saltó de su pecho. O lo hubiese hecho, de haber tenido uno—. Nada de
cena, no voy a quedarme tanto.
Dentro de la Luna Azul, algunos vecinos, un par
de soldados y un puñado de turistas estaban cenando ya, envueltos en agradables
conversaciones. Ellos cogieron una mesa apartada y se sentaron. Owen vino a
tomar nota, y Ernest pidió uno de los pescados. Ni siquiera le importaba lo que
le trajesen, solo quería dar una sensación de normalidad. Estaba nervioso. No
sabía cómo abordar a ese hombre sin que saliese corriendo tan rápido como el
día del atraco.
A lo largo de este mes, en el que se hablaba
mucho del caso de los dos bandidos —gracias a él, sobre todo—, Ernest había
escrito un millón de cartas, había hablado con un millón de personas y había
hecho un riguroso trabajo de investigación. Había dado con mujeres que decían
conocerlo muy bien de antes de todo eso. Había dado con algunos sitios
interesantes que alguien mencionó de pasada, donde podrían haberse abastecido o
incluso haber permanecido ocultos cortos periodos de tiempo. Había removido
hasta la última piedra, y algunas más después, aprovechando la popularidad de
la que siempre había gozado.
Lo más jugoso había quedado en blanco, porque
había gente que no quería hablar de él. Esa era la gente que a Ernest le habría
interesado, porque tenía claro que esas historias serían verdad, pero ni
ofreciendo mucho dinero lo había conseguido.
Ernest tenía un sinfín de preguntas genéricas
que ahora sentía gastadas. Temas por los que ya no sentía ningún interés. Ya
había hablado con algunas personas sobre las ruinas y sobre heroísmo. Esos eran
temas que lo incomodarían, pero lo que él necesitaba preguntar podía llevarle a
la clínica de Fang primero y al ortodoncista después.
Sin riesgo no hay gloria, decidió.
—¿Sabes que yo iba en ese tren? —le preguntó
para romper el hielo—. El día del atraco yo estaba allí. Venía para cubrir las
noticias sobre tus asaltos y terminé siendo una de las víctimas.
—Ah, sí —dijo lacónico, apoyando los codos en
la mesa y acercándose un poco más—. La palabra víctima es un poco fuerte para
tu caso, socio. Aquí ha habido muchas víctimas, pero tú no estabas entre ellas.
Ernest no había escuchado toda la respuesta; se
había quedado donde él admitía haberlo reconocido.
—¿Me recuerdas?
Logan recitó de memoria todo lo que ponía en
las credenciales que había en la cartera que le entregó ese día. Ernest sintió
una extraña presión en la ingle.
—Lamento todo lo que tuve que hacer —siguió
diciendo el hombre con los ojos entornados—. Todo menos eso. Fue un punto
extra, y está claro que funcionó ya entonces, si de llamar la atención se
trataba. Demasiado bien, si lo pensamos ahora.
Owen llegó con su plato y un té, y lo dejó todo
en la mesa, a su lado. Le dio a Logan una mirada, y él le hizo un gesto con la
cabeza, como para tranquilizarlo.
El ex forajido se quitó el sombrero y,
pasándose una mano por el cabello revuelto que se había salido de la tira de
cuero, lo dejó sobre el asiento libre. Aún tenía los dedos de esa mano
parcialmente sujetos por vendajes ligeros. Ernest se aclaró la garganta y
apartó la libreta y el bolígrafo para colocar el plato, que no se molestaría ni
en tocar. El bicho lo miraba con su ojo ciego desde su lecho de limón y hojas
verdes, luciendo de alguna manera tan sorprendido y abrumado como él se sentía.
—Y bueno… ¿Pasó algo interesante en el desierto
mientras huías?
Una pausa ligera. Mirada fría e intensa. Ojalá
tener el valor de volver a su libreta para apuntar eso.
—¿Interesante? —preguntó, arrastrando un poco las
palabras. Superficie serena, solo un espejismo que evitaba la realidad. Pausa
ligera. Ernest tragó saliva, intentando que no se notase demasiado—. En el
desierto pasaron muchas cosas… ¿A qué te refieres exactamente?
—Bueno… —qué calor—. Pues ya sabes… Quizá un
romance… O incluso la posibilidad de un amor… No sé, ya sabes…
Ernest desvió, avergonzado, la mirada de su
ballena blanca.
—¿Qué quieres que te cuente exactamente,
Ernest? —Era la primera vez que lo llamaba por su nombre. Ahí estaba la tensión
en la ingle de nuevo. Ernest se removió en el sillón, un poco incómodo, sin
entender cómo había terminado sintiéndose así, mientras que el ex bandido
parecía llevarlo por donde quería, incluso burlándose un poco de su lamentable
estado y sus expectativas con esa sonrisa torcida—. ¿Estás esperando que te
diga que, mientras huía, conocí gente de mala reputación que me dio comida y
refugio? Gente con la que has intentado contactar, claro… ¿Quieres que te diga
que hubo veces que pagué en carne por cubrir esas necesidades básicas? ¿Que
hubo intercambios calientes y sórdidos que jamás disfruté pero que me ayudaron
a olvidar que mi vida era una mierda, día tras día? ¿Que he conocido a más
mujeres, en el sentido bíblico de la palabra, de las que podría recordar? ¿Que
siempre he sabido aprovechar mi ventaja y lo he usado sin la necesidad
imperiosa de lamentarme o culparme? ¿Qué te parece todo eso?
Logan se había ido acercando a él mientras
hablaba en voz baja y amenazante. Lo miraba, estudiando sus reacciones a cada
palabra que dejaba caer de esos labios irreverentes, mientras Ernest se encogía
más y más.
—Lo que me parece es que quizá deberías ser tú
el escritor —repuso, sonrojándose hasta un límite imposible. En su cabeza,
Ernest tenía el color de un incendio y desprendía el mismo calor.
Ernest no sentía ninguna atracción por los
hombres, pero por aquel en particular hubiese hecho excepciones. Lo que hubiese
hecho falta, por más tiempo. Un tiempo que, como ya sentía, se le estaba
agotando. Se descubrió pensando en que no le importaría nada que él lo llevase
a una de las habitaciones de Owen para estar a solas y que allí siguiese
humillándolo. Verbalmente o de la forma que él escogiese. Le dejaría que
hiciese con él lo que le viniese en gana y que fuese rudo. Que le dijese una y
otra vez lo poco que importaba, con esos labios muy cerca de los suyos,
blandiendo ese acento arrastrado y el tono autoritario que había llevado la
conversación a lugares oscuros. Lugares que Ernest se resistiría a visitar en
circunstancias normales. Oh, sí… no le importaría ni lo más mínimo que ese
hombre lo llevase al infierno y lo pusiese de rodillas mientras le tiraba del
pelo con furia.
—¿No son esas la clase de cosas que interesan
al lector, Ernest? Las cosas que me pasaban por la cabeza durante estos dos
años están muy lejos de poder venderse para que alguien las disfrute.
—Todo el mundo dice que no eres muy hablador
—dijo un poco por decir, tratando de gestionar todo el cúmulo de emociones que
se arremolinaban en zonas inseguras.
—Solo hablo cuando lo que digo puede molestar
profundamente —respondió en ese tono cáustico que quemaba—. ¿Qué es lo que
quieres que te cuente exactamente? Dímelo para que pueda complacerte antes de
que se te enfríe el pescado, por favor…
Y al verlo ya sin palabras, se levantó,
recogiendo su sombrero y devolviéndolo a su lugar y, tras hacerle un gesto con
él, se fue. No pudo seguirlo para detenerlo, no con esa horrible erección en
sus pantalones.
Tampoco quería hacerlo.
Se quedó allí, pinchando el pescado con el
tenedor sin probar ni un solo trozo.
Logan era
ardiente y amenazante, dos cosas que Ernest podía soportar por separado, pero
no juntas…
Siguiente capítulo
*Notas:
En el juego, el comandante Avery nos condecora con medallas, así que yo he querido hacer también mi versión de ese punto. Poco más que añadir al respecto… (aparte de lo curioso que resulta cómo tratamos las heridas en la ficción: Logan y los demás se recuperan casi del todo en un mes, y yo aquí, con mi hombro dale que te pego semana tras semana).
Sobre la parte de Ernest, es algo que imaginé casi justo después de vivir la primera entrevista. Cuando jugamos, él entrevista a Logan, que allí está acompañado del constructor. Es una misión bastante graciosa, porque puedes fastidiar un poco a Logan cuando el reportero le pregunta por sus amoríos. Es lo único que parece importarle de verdad, y a mí los días en el desierto me dan para mucho.
Ernest es el típico niñito de papá. Me dio esa impresión desde el primer momento, y no hay nada que el pobre hombre haga para que cambie de opinión. Tampoco está entre mis personajes favoritos, pero no porque me caiga mal: simplemente me genera desinterés.
Logan, al igual que Amirah, tiene una imagen muy sexualizada. Nos lo venden como la clásica fantasía para chicas (seguro que por eso funciona tan bien como romance): el tipo malo que en realidad es bueno, y al que deseamos “arreglar”. Tengo la edición coleccionista para la Switch, que viene con varias cosas chulas, como un cómic cuya historia se sitúa tras los acontecimientos del juego. Tardan aproximadamente tres páginas en dejarlo sin camisa. Los ojos de todas las féminas a su alrededor son corazones. Alguien colgó en Discord la canción que se escucha en el ascensor de las ruinas —que él silba acompañando— y parece sacada de una película porno.
Espero dejar algo más que todo eso aquí, en esta historia, aunque esté de fondo. Especialmente desde los lujuriosos ojos de Ernest.
Este capítulo era una forma de mirar más de cerca a nuestro reportero del Atara Times.
El asunto del atraco al tren es, si no recuerdo mal, la primera aparición de Logan. No se llevan nada, y me parece absurdo. Si interpretas un papel, te toca rematarlo. Es lo que hay.
Una captura de Ernest que he sacado de aquí y otra de Avery, que será uno de los romances del próximo juego de la saga.

