De cuando Haru se encuentra en graves problemas y trata de hacer algo al respecto
Las
cosas se habían puesto raras durante los viajes diarios en ascensor. Al menos
los primeros días. Después, Logan y el otro hombre habían desaparecido. Jamie le
había preguntado a Trudy, cuando acompañaba a Andy hasta su laboratorio, y ella
simplemente le había dicho que estaban trabajando. Jamie tenía una ligera idea
de lo que eso significaba.
Nia, por su parte, había perdido un total
de trece lápices en un tiempo record. Algunos habían ido a parar bajo las
máquinas. Algunos se los había tragado la enorme réplica del robot de Gungam que Qi tiene en la entrada —y que
Nia sospecha que es plenamente funcional—. Algunos habían sido triturados por
la trituradora cuando se agachó para triturar piezas de poliuretano y se le
cayeron del bolsillo de su camisa —porque siempre olvida que los ha metido allí—.
Esto había provocado un pequeño incendio que apagaron con uno de los extintores,
que, según señaló el director Qi, nadie había tenido que utilizar hasta que
ella llegó. Otro lo había estropeado al morderlo con saña —estaba bastante
nerviosa y siempre tenía un lápiz en la mano—. Y tenía la certeza de que había
perdido el último por causas naturales, olvidándolo en alguna parte —este,
posiblemente, lo encontraría en el sitio más inesperado, como la nevera o sobre
la cisterna del baño o en el cajón de sus calcetines, de dónde ya había sacado
uno la semana anterior, cuando ni siquiera estaba nerviosa—.
El director Qi se había cansado de sus
tonterías —era textualmente lo que le había dicho— y un camión había
desembarcado esa misma mañana con tres mil lápices. Sí, tres mil. Ni tres mil
uno, ni dos mil novecientos noventa y nueve. El director Qi se había gastado un
dineral —lo mismo que costaba una de las máquinas pequeñas— solo para hacerle
una puta broma que no tenía gracia. Él estaba convencido de que sí y, al
parecer, había corrido a contárselo a la misma persona que le insistía en que
debía practicar los cumplidos —y el sentido del humor—. Habían almacenado las
cajas en una de las múltiples salas vacías. Ella se llevó la primera hasta su
mesa y la escondió debajo. Qi había observado todo el proceso con gran
satisfacción mientras se limpiaba las gafas con el borde de su camisa. Parecía
algo más desaliñado de lo habitual y su corbata colgaba flácida y sin vida
sobre su pecho. Que Nia hubiese elegido la réplica de su preciado robot Gungam como perchero no estaba ayudando,
pero ni siquiera eso había sido capaz de torcerle el día. Por la tarde, una de
las pizarras había quedado relegada al recuento de lápices perdidos, y Qi solo
lamentaba no haber empezado el mismo día en que Nia comenzó a trabajar allí —Nia
sabía la cifra exacta, pero no pensaba confesársela—. Qi sospechaba que tres
mil lápices serían pocos lápices para ella.
Mientras
tanto, Haru y Logan no están trabajando. Haru y Logan están en la puta
Groenlandia. Y están allí porque Haru se ha empecinado en encontrar el iPod de Nia en un almacén gigantesco, en
el que la empresa para la que trabajaban ambos en ese momento guardaba todo lo
que requisaban. Un almacén que tardarán meses en revisar. Eso si no los pillan
antes y terminan de vuelta en prisión, claro.
Haru recuerda perfectamente el incidente
que los había llevado hasta allí hace poco más de dos años. Logan también
estaba, aunque nunca llegó a ver a Nia, ya que su trabajo no era requisar
equipo e información; su trabajo era limpiar todo el desastre y controlar que no
quedasen hilos de los que algún desaprensivo quisiese tirar.
Haru también recuerda a Nia con una
precisión meridiana.
La había observado muy de cerca mientras
le cogía el maldito iPod de las manos
y ella le disparaba un montón de exabruptos que hubiesen avergonzado a
cualquier otra persona.
Haru, que no es propenso a la vergüenza, había
aguantado un par de minutos sin pestañear, dejando que se desahogase mientras
se fijaba en lo suaves que parecían sus labios y lo que le gustaría hacer con
ellos. La Nia furiosa había despertado algo en él. Algo bastante salvaje. Y no
se habían vuelto a ver después de eso.
Hasta el ascensor.
Haru la había reconocido de inmediato y
había estado a punto de perder el corazón cuando saltó de su pecho. Luego,
Logan lo había mirado con atención —la atención especial que Logan usa para analizar a un objetivo y tratar de prever
el futuro inmediato—.
—Vas a ir a buscarlo, ¿verdad? —le había
preguntado.
A veces, Haru está absolutamente seguro de
que Logan puede leerle la mente.
—Sí —le había respondido—. Pero iré solo.
No había
ido solo, por supuesto. Haru había seguido a Logan hasta el mismísimo infierno,
y Logan no iba a permitir que fuese solo hasta Groenlandia a congelarse las
pelotas buscando el iPod de una chica
que lo odiaba. Aunque eso significase tener que dejar al crío. O asumir la
posibilidad de volver la cárcel, si los pillaban allí. Aunque esta vez tuviese
cosas que perder, porque su hermano había quemado todas sus opciones por él en
su día. Haru lo había seguido hasta el infierno y, al salir, habían cumplido
condena juntos, porque el muy idiota también había insistido en acompañarlo hasta
allí. Y después de todo eso, estaban ensuciándose las manos de nuevo, aunque Haru
debería estar en un laboratorio, trabajando con la mujer irritable que tanto le
gustaba, y no pegando tiros por ahí detrás de él —o, a veces, delante, lo que
era aún peor—. El maldito cabrón era tan brillante que sólo deberían poder
mirarlo a través de cristales ahumados. Así que, si Haru quería hacer una
locura total, Logan ni siquiera se iba a molestar en cuestionarlo. Al menos
esta era una locura por amor —o lo que fuese—. Logan no había tenido nunca esa
excusa; las suyas eran locuras a secas.
Por
su parte, Haru tenía claro que siempre estaría donde estaba su casi hermano. También
tenía claro que Logan no era una persona que fuese a trabajar en un
laboratorio. Cuando Logan entraba en uno, era para quemarlo hasta los cimientos.
Así es como trabajaba Logan.
Ya
en Groenlandia, habían tardado tres días en hacer un recuento de todas las
cajas, siguiendo la documentación pertinente que Haru obtuvo tras piratear uno
de los ordenadores. Una vez ubicada la sección del almacén donde creían que
habían guardado las cosas del viejo laboratorio, tardaron otro día más en
encontrar el iPod.
Fue Haru el que lo encontró. Logan deseaba
con fervor, mientras le castañeteaban los dientes, que fuese Haru y no él, para
que el mérito fuese enteramente suyo. Así que, cuando ocurrió, Logan se sintió
algo más caliente por dentro.
Ojalá hubiese podido sentirse también más
caliente por fuera.
Al regresar,
los habían estado esperando para una misión real. Así que desaparecieron
durante otros tres días. Tres días caminando a cuarenta y cinco grados, sumergidos
hasta la cintura en aguas pantanosas llenas de mosquitos y todo tipo de bichos,
sudando a mares y recordando con nostalgia Groenlandia, mientras Elsie se
quejaba sin parar, Justice contaba anécdotas que nadie quería escuchar, animado
por Grace, que solo pensaba en fastidiarlo a él cuando lo animaba, y Unsuur…
que seguía siendo Unsuur. Todo terminó en un poco saludable intercambio de
opiniones con más agentes de Duvos de los que podían enfrentar con comodidad,
resultando el encuentro en algunos hematomas y un dolor de cabeza severo para
Logan —más por toda la parte anterior del pantano que por la refriega en sí—.
Después
de todo eso, Haru y Logan se tomaron dos días libres y durmieron todo lo que
Andy les dejó dormir.
Y a la mañana siguiente, estaban de nuevo
en el ascensor.
Nia
y Jamie se sorprenden al verlos. También están un poco aliviadas cuando ven sus
lamentables caras magulladas. Ellas trabajan en el edificio y, aunque no
conocen los detalles, saben a qué se dedican. Jamie trabaja en el laboratorio
en el que se fabrica todo el equipo que usan cuando salen, y Nia en el que se decide
lo que va a fabricar el de Jamie. Así que, cuando los dos aparecen en el
ascensor diez días después, con sus hematomas y contusiones a medio curar, la
teoría de Nia de que han estado evitándolas a propósito se desvanece dejando
solo la causa laboral, que es la más preocupante. Así que sí, están aliviadas.
Y Jamie un poco más que Nia, porque espera que los dos tipos puedan hacer que
Nia se olvide de nuevo de su claustrofobia. Aunque eso signifique un ambiente
incómodo. Jamie puede vivir con la incomodidad, con lo que no cree que pueda
vivir ni un solo día más es con una Nia claustrofóbica a primera hora de la
mañana.
La
sorpresa de Nia crece hasta salirse de la atmósfera respirable cuando el tipo
moreno —y núcleo de todas las conversaciones que ha tenido los últimos diez días—
le pone en la mano el iPod. Es el
suyo, no uno igual que el suyo. El suyo. Su iPod
rosa. El suyo. Y un puto cargador.
—No sabía si conservabas el cargador, así
que te conseguí otro por si acaso —dice el tipo, con la cautela de alguien que
se aproxima a desactivar una bomba que está a punto de estallar.
La mira fijamente con los ojos entrecerrados.
Esos ojos cobalto, semi-rasgados, que no la rehúyen cuando se cabrea. Nia puede
concederle eso, porque no hay mucha gente capaz de sostenerle la mirada en
momentos así. Quizá solo Jamie.
—¿Habéis ido hasta tomar por culo en Groenlandia,
entrando sin autorización en un almacén súper secreto y cerrado a cal y canto,
para robar esto para mí? —pregunta en un murmullo.
Jamie está firmemente convencida de que
nunca ha visto a Nia quedarse sin palabras. Esto será lo más cerca que estará
en su vida. Ha tocado el techo aquí y ahora y ha sido testigo. El cometa que
solo pasa una vez cada diez mil años ha pasado y Jamie lo ha visto pasar.
—No —dice Haru. Para ellas, aún el hombre moreno.
El increíble hombre moreno desde
ahora mismo, que mira a Nia como Ícaro miraría al sol un par de segundos antes
de darse cuenta de lo que le iba a pasar.
—Sí —dice Logan justo al mismo tiempo—. Sí
—repite—. Y hemos infringido al menos mil leyes por el camino, no sólo las dos
que has mencionado. Y hubiese ido aún más lejos de ser necesario, porque es un
auténtico imbécil y así es como lo hace todo.
Se hizo el silencio y se extendió un tiempo
indeterminado mientras ellas asimilaban eso, Logan miraba al hombre moreno —al increíble hombre moreno— esperando
algo de él y él seguía mirando a Nia.
—Pero, ¿por qué? —pregunta Nia—. ¿Por qué
te lo llevaste, para empezar?
—En realidad, me lo llevé sin querer —confiesa,
bajando la mirada a los labios de Nia—. Estaba distraído.
Haru debería decir que estaba muy
arrepentido, pero estaría mintiendo. No solo porque había disfrutado enfadando
a Nia en primer lugar, allá en Groenlandia —Logan siempre le dice que tiene un
lado bastante extraño con las chicas, y Haru está empezando a creer que hay
algo de verdad ahí—, sino porque, de no habérselo quitado, nunca se lo hubiese
podido devolver. Y hacerlo, y ver su cara al tenerlo de nuevo en la mano,
merecía totalmente la pena.
—Distraído, ¿eh? ¿Esa frase la usas para
ligar?
—Es la primera vez, ¿está funcionando?
—Un poco.
—Puedo mejorar mi juego.
—¿Puedes superar lo de Groenlandia?
—No, no creo que pueda superar eso nunca,
así que supongo que desde hoy solo iríamos cuesta abajo.
—Tienes suerte de que me guste ir cuesta
abajo.
—Dale tu número de teléfono —susurra Andy
hablando entre dientes, como si así no lo pudiese oír nadie a parte de Haru, y
dándole un codazo en la cadera—. O pídele el suyo, caramba. Os lo tengo que
resolver todo…
Nia mira al crío y luego deja escapar una
sonrisa resplandeciente, más propia de una chica a la que le gusta un chico que
de una mantis religiosa, que suele ser su sonrisa habitual cuando le gusta un
chico. Jamie decide que el cambio le sienta bien y está bastante contenta de no
haberse perdido esto tampoco. Y… ¿otra buena noticia? Nia no recuerda su
claustrofobia.
Haru también está sonriendo cuando le
tiende su teléfono a Nia para que se añada a sus contactos. Como si le hubiese
tocado la lotería.
Seguro que Ícaro sonreía así antes de caer
al vacío.