Trudy se dedica a la seguridad. A
todo tipo de seguridad. Esto va desde el habitual trabajo de equipo en el
campo, que se basa en recabar y recuperar información, hasta elaborar perfiles
y análisis rigurosos de los objetivos que se encuentran en el archivo que hay
en el interior de la caja fuerte del edificio —y, de ser necesario, eliminarlos—.
También venden sistemas de seguridad de vanguardia y evalúan posibles brechas
en los que las empresas tienen contratados; todos lo llaman “el otro trabajo”. Logan
y Haru son esencialmente agentes de campo, pero eso no los exime de poner a
prueba, de vez en cuando, sus otras aptitudes.
El otro trabajo consiste en tres opciones distintas o una combinación de
todas ellas.
Primera opción: el papeleo.
Logan y Haru están en su despacho —descubrieron
que tenían su propio despacho la primera vez que Trudy les pidió que hiciesen el papeleo—. Se sientan en los sillones
de oficina, vestidos con ropa cómoda que no van a manchar de sangre. Trudy saca
una pila de carpetas que guarda en el archivador y las deja caer sobre la mesa.
Hay unas cuantas y son gruesas, lo que significa que ninguno de ellos ha dedicado
tiempo a esto últimamente.
Las carpetas contienen planos de edificios. Logan saca el primero y Haru
el siguiente. En el suyo puede distinguir una especie de espacio para eventos,
abierto pero con dos líneas de pilares ordenadas a ambos lados y un escenario
en un extremo. Hay pequeñas líneas sombreadas que indican ventanas, dos grupos
de tres en la pared perpendicular al escenario.
Trudy rebusca en el interior de un cajón y les lanza un rotulador rojo a
cada uno.
Logan examina el plano con atención y comienza a rodear, señalar y dejar
anotaciones en los márgenes con flechas que apuntan en todas direcciones. A su
lado, ve a su hermano concentrado en el suyo, haciendo exactamente lo mismo.
Marca las líneas de visión de las ventanas, los puntos ciegos de los
pilares, la mejor forma de entrar y la ruta más fácil para salir, y como evitar
que alguien haga cualquiera de las dos cosas. Cuando termina, lo deja a un lado
y coge el siguiente. Y hacen lo mismo, una y otra vez, hasta que el montón de
pendiente cambia al montón de revisados.
Segunda opción: el poder de la palabra.
Logan y Haru no son comerciales. No
trabajan llamando a la puerta y vendiendo seguridad. Generalmente ese es el
trabajo de otra persona pero, a veces, cerrar el trato requiere de alguien que
sepa de qué va todo el asunto. Logan y Haru lo saben, así que están sentados en
el despacho de Richard Walton, director ejecutivo de una empresa de desarrollo
tecnológico, vestidos con trajes de tres piezas y corbata. El tipo de
desarrollo tecnológico que podría interesarle a las personas equivocadas. El
señor Walton, opina que su actual seguridad es más que suficiente para prevenir
un robo y no está dispuesto a cambiar de idea. Trudy no está dispuesta a
arriesgarse creyendo eso.
Richard Walton se ríe y dice:
—Ya le dije a Trudy que no necesitaba actualizar el sistema, lo hice
revisar hace poco.
—¿Cómo lo hizo revisar? —pregunta Haru inclinándose ligeramente hacia
delante con interés.
El señor Walton, sin desprenderse de su sonrisa condescendiente, pulsa
el botón que le comunica con su secretaria y le pide que llame a Scott. Scott es
un hombre de mediana edad y de aspecto descuidado que parece estar atravesando
una crisis existencial desde hace tiempo. Quizá veinte años o así.
—Scott se dedicaba a entrar a robar en sitios como este desde su
ordenador. Era el mejor, por eso lo contraté. Intentó entrar varias veces y no
pudo, así que todo está funcionando bien.
Logan observa al tipo, que se ha sonrojado furiosamente y parece muy
incómodo con su escrutinio. Logan ni siquiera ha considerado seriamente la
declaración.
—¿Alguna vez le disparaste a alguien? —le pregunta a Scott.
—¡¿Qué?! ¡Diablos, no! —grita este indignado. El tono rojo de su cara
está pasando rápidamente a un blanco folio.
—Si yo fuese alguien a quien no le importase disparar, solo tendría que
hacerlo una vez y estaría dentro —dice Logan, apartando sus ojos de Scott y
mirando fijamente a Richard Walton—. Dos veces si tengo prisa.
Lo dice completamente en serio. Logan sabe eso porque, cuando revisa un
plan, lo hace con la idea de dispararle a alguien en la nuca. Ese es su trabajo
a veces, eliminar obstáculos usando un rifle o una semiautomática con
silenciador. Todo eso está en un rincón de su mente que no es su favorito y que
le deja un beso frío en las costillas, pero solo tiene que pensar en alguien
como Matilda poniendo sus manos sobre lo que el señor Walton tiene aquí dentro
para dejar de darle vueltas a la parte oscura de su trabajo.
Richard Walton ya no sonríe.
—¿Crees que alguien estaría dispuesto a matar por mi tecnología?
—No lo sé, señor Walton, pero conozco gente que mata por mucho menos —responde—.
¿Qué es lo que cree usted?
Después de eso, Haru ni siquiera tiene que molestarse en hacer su parte.
Lo único en lo que pueden pensar es en quitarse esos ridículos trajes.
Tercera opción: entrar en acción.
Logan y Haru han pasado una semana
turnándose para tumbarse sobre la azotea de un edificio, desde donde han tenido
una vista privilegiada para observar el que está justo delante. Es un edificio
alto, que alberga una empresa financiera de algún tipo. Tiene una caja fuerte
de máxima seguridad en la planta veintidós, en la que guardan bonos de alguna
clase —de la clase que cambias por mucho, mucho dinero—. Logan y Haru
desconocen los detalles. Los detalles no son importantes porque, en realidad,
no planean robarlos. Lo único que tienen que hacer, y de lo que trata el
trabajo, es entrar en el edificio y abrir la caja, demostrando así que pueden
acercarse lo suficiente. Luego salen, y Trudy vende su sistema de seguridad.
Cuando hacen este tipo de trabajo, es Logan el que pasa a ser el observador
y Haru el que entra en el edificio. Logan es muy bueno en lo suyo, pero lo suyo
no incluye la apertura de cajas fuertes de última generación. Sin embargo,
puede guiar a su hermano desde su mira telescópica. Indicarle quien está dónde,
cuándo debe moverse y en qué dirección. Por eso llevan una semana turnándose la
azotea. Se han aprendido de memoria todas las rutinas de todo el mundo. Quien
está trabajando y a qué horas a lo largo de todo el recorrido, todos los
cambios de turno y los huecos en las patrullas. Ambos coinciden en que la
seguridad es buena, pero no lo suficientemente buena como para impedir que Haru
se filtre a través de esas grietas si tiene toda la información en directo. Su
principal golpe de suerte, y sobre lo que han basado toda su estrategia, es que
todo el edificio es de cristal. Por eso han podido observar a placer, y por eso
van a entrar y a salir sin que nadie se entere.
Así que llega el día y Haru sigue a Logan hasta el edificio en el que
han estado acampando toda la semana, solo que en lugar de entrar juntos se
separan en la puerta con un simple gesto de cabeza. Logan entra y Haru cruza
hasta situarse en un pequeño parque que hay entre uno y otro, sentándose en uno
de los bancos y aguardando hasta que él llegue a la azotea.
Logan se pone el auricular en la oreja y lo enciende, escuchando la
estática hasta que Haru enciende el suyo. No se dicen nada. Haru esperará hasta
que él lo tenga todo listo y le dé el pistoletazo de salida. Sube en el
ascensor con su bolsa de lona, donde esconde el equipo. Una vez en la azotea,
monta el trípode y la mira telescópica, y se coloca de la misma forma en la que
se ha estado colocando la última semana. Piensa que hubiese estado bien poder
hacerlo sobre una esterilla o, puestos a pedir, incluso sobre un colchón
viscoelástico. Logan ha pasado algo así como la mitad de su vida tendido en
tejados o suelos, con el ojo pegado a un objetivo, y hoy se siente cansado. Aún
así, lo prefiere antes que el despacho y el rotulador rojo y, desde luego, antes
que vender directamente a un cliente, enfundado en el estúpido traje de tres
piezas. Al menos recordó coger el gorro porque, para mejorarlo, hace un frío de
cojones.
Logan observa, repasando el edificio en orden tal y como lo ha estado
haciendo toda la semana. Busca sus puntos de referencia y comprueba que la
gente que hay dentro es exactamente la que tiene que estar dentro. Confirma que
se mueven hacia donde se supone que deben moverse. Ve la escultura del gorila
en el piso veinte y le sigue pareciendo tan absurda como el primer día, pero
descubre que también se ha encariñado un poco con ella. Logan cree que es el
típico espanto de diseño que la clase de capullos que trabajan en ese tipo de
edificios compran por un Potosí para lucirla. El gorila es ridículamente enorme
y de color rosa chicle, aunque queda casi cubierto en su totalidad por un
millón de viñetas de cómic estampadas por todo el cuerpo en una especie de
estrafalario collage. Llamativo es la
primera palabra que le viene a la mente. Horrendo, la segunda. Después de verlo
toda la semana y sentir que ya lo conoce un poco, puede incluso apiadarse de
él. Si tuviese de darle una tercera palabra, sería simpático. Está más que
contento de que no sea uno de esos monos pequeños y asquerosos porque, aunque no
está vivo, la idea de contemplarlo allí, rígido, mirando al vacío, le revuelve
las entrañas de la misma forma que lo hizo Charlie paseando indulgentemente sobre
el hombro de Andy. A Andy le chiflaría esta escultura y eso lo hace sonreír. Querría
ponerla en el rincón del salón y eso le provoca un escalofrío.
No se ha encariñado tanto con el gorila.
—Estoy en posición —le dice a Haru tras comprobarlo todo dos veces.
Todo el edificio, comenzando por las enormes cristaleras, es una
pesadilla logística para cualquiera que intente patrullar. Muchas salas y
despachos de tamaño considerable. Muchos empleados con los que mezclarse,
docenas de paredes que obstruyen la vista. Todo eso es lo que Haru y Logan van
a aprovechar hoy para entrar.
—Los cuatro miembros del personal de seguridad están en cuatro,
dieciocho, seis y trece. Muévete ahora, nuestros chicos del vestíbulo cambiarán
en cualquier momento.
Haru entra en el edificio justo en el momento en el que los guardias del
mostrador se relevan con una charla intrascendente y pasa una tarjeta por el
lector. Ni siquiera lo miran dos veces. Mientras Logan hacía el recorrido con
la mira telescópica, Haru le ha birlado la tarjeta de identificación al tipo
que se fue en Uber hace diez minutos. Nadie ha comprobado que su identificación
correspondiese, ni ha llamado la atención de nadie que la persona que acababa
de salir volviese a entrar. No han hecho más que empezar y ya pueden decir que su
apreciación sobre la seguridad se quedó a medias; tienen los medios y las
herramientas, pero les falla el personal. Viéndolo en conjunto y sobre el
terreno, ahora pueden decir que, pudiendo ser aceptable, es extremadamente
deficiente.
Haru, con las manos en los bolsillos, llega hasta el ascensor, pulsa el
botón, la puerta se abre y se mete dentro. Pim, pam, pum.
—Ha sido decepcionantemente sencillo —susurra mientras asciende.
Logan está de acuerdo. No puede verlo mientras está en el interior del
ascensor, así que vigila el piso dónde va a apearse. Será uno más abajo de
dónde necesita ir.
Cuándo las puertas se abren le indica cuándo moverse y cuál es el
despacho vacío en el que puede meterse cuando las chicas que arrastran el carro
de la limpieza aparecen en el pasillo principal. Una vez despejado, Haru toma
las escaleras hasta la planta superior siguiendo la ruta que él le traza en su
oído. Siempre han sido un buen equipo porque se entienden perfectamente cuando
trabajan, sin importar en qué.
Haru ha decidido que sería divertido si el director ejecutivo no supiese
que estaba en el edificio hasta que encontrasen la caja fuerte abierta y la tarjeta
de Trudy en su interior. Han esquivado a la patrulla que permanece en el piso
donde Haru va a trabajar y evitado todas las cámaras de seguridad y, cuando
llega a la puerta bloqueada de la sala dónde está la caja, después de que la
pareja de guardas doble la esquina para otra vuelta completa, tiene entre siete
y diez minutos para abrirla. Saca sus herramientas y Logan ve como desatornilla
el panel y trabaja en los cables, pincha algo que conecta a una tablet y un
momento después la puerta se abre.
Haru tiene entre siete y diez minutos, pero resulta que solo necesita
tres.
Vuelve a meter el panel para que nadie vea que está suelto y entra,
cerrando la puerta tras él. Logan ya no puede ver lo que hace allí dentro y
Haru está callado, concentrado en su labor. Tarda otros cuatro minutos más en
salir y Logan lo lleva de regreso al vestíbulo.
—¿Una hamburguesa? —pregunta Haru de regreso en la calle.
El olor de la carne a la plancha les llega desde el local de al lado.
—Lo deduciremos como gasto —responde con una sonrisa.
A fin de cuentas, se lo han ganado.