Haru está en su apartamento con Nia
sentada en su regazo. Están en el único sofá que tiene mientras ella le habla
de su día en el laboratorio. Nia ha tenido un gran día, ha resuelto un problema
que la ha tenido sin dormir las últimas
tres noches, aunque también le ha confesado, metiéndolo en medio de la
conversación como si nada, que hubiese podido dormir si hubiese estado con él.
Haru ha estado fuera una semana y esa es su forma de decirle que lo ha echado
de menos. Después de soltarle eso, Nia sigue halando del laboratorio.
Haru se dedica a escucharla. La conversación de Nia siempre le resulta
reconfortante, como escuchar la versión sin cortes de la canción Echoes, de Pink Floyd —23:31—, con los
ojos cerrados a las tantas de la madrugada, incapaz de reducir la velocidad a
la que viaja su mente. Nia, en realidad, es esa canción que no se puede sacar
de la cabeza. Escuchar su voz lo aleja de otras cosas. Está llena de alegría y
de ganas de vivir y Haru desea fervientemente que le contagie todo eso, aunque
sólo dure mientras están juntos. Nia habla y llena todos los espacios con
tecnicismos que no necesita explicarle, porque Haru ya sabe muy bien de qué
está hablando. Le ha dicho alguna vez que le encanta poder hablar sin tener que
hablar de más. Haru también entiende qué es lo que Nia quiere decir con eso.
Haru no necesita que le explique qué significa toda esa jerigonza que ella usa
para contextualizar su historia, porque él la conoce muy bien. Entiende muy
bien el trabajo de laboratorio, el epicentro donde la teoría se transforma en
práctica; el espacio donde la rigurosidad metodológica se impone y cada ensayo
es una ventana al conocimiento empírico. Así que Haru escucha con los ojos
semicerrados mientras Nia habla de cómo se ha dado cuenta de que el
espectrofotómetro de absorción atómica y el calorímetro de combustión estaban
mal calibrados y han estado sometiendo la aleación metálica a ciclos térmicos
extremos durante tres días consecutivos.
—… así que la caracterización estructural de la muestra estaba llena de
fallas cristalinas que comprometían la tenacidad de todo el material. Qi dijo
que hiciésemos otro ensayo de tracción y los extensómetros registraron la
deformación unitaria y por fin pudimos calcular correctamente el módulo de
elasticidad y el límite de fluencia. Ni siquiera había energía dispersiva, ¡¿te
lo puedes creer?! —exclama Nia absolutamente entusiasmada, levantando los
brazos en el aire.
Verla así le hace cosas. También está sentada en su regazo, moviéndose
sin parar y ajena a lo que está provocando debajo de sus pantalones. Haru tiene
mil razones para escuchar hablar a Nia durante horas. La primera es porque ella
es brillante en su trabajo y, posiblemente, la persona más inteligente que ha
conocido. Eso lo lleva directamente a la segunda razón: eso lo pone bastante
caliente. Casi tanto como cuando ella se enfada.
Nia lleva una falda suelta corta de un tejido suave. Es verde, como sus
ojos, y hay unas pequeñas flores de un rosa pálido. Del mismo tono que su
suéter y que los calcetines que lleva, que le llegan hasta la rodilla. Haru
tiene una mano en su muslo y traza círculos bajo el borde de esa falda mientras
se pregunta de qué color será hoy su ropa interior. No le había visto antes la
falda ni el suéter, así que piensa que Nia debe haberlo comprado mientras él
estaba fuera. Haru le había dicho, unos días después de su primera noche
juntos, que le gustaba la idea de ella en esas faldas cortas. Una falda como la
que había llevado durante su visita a la librería, la cual le había hecho
pensar exactamente en lo mismo en lo que estaba pensando ahora.
Nia sigue hablando y moviéndose y generando energía de todo tipo en su
interior.
—Mmm… —tararea Haru asintiendo, creyendo que debe hacer algún sonido que
le indique a ella que no se ha ido. No funciona porque Nia dice:
—Creo que hace un rato que te he perdido —no hay reproche, solo una
ligera diversión que acentúa con un sutil empujón de sus caderas, indicándole a
Haru que es más consciente de lo que le está haciendo de lo que él pensaba.
—Te estoy siguiendo muy de cerca —responde. Porque es cierto que está considerando
el color de su ropa interior y si debería o no deslizar sus dedos más arriba, a
lo largo de la cara interna de su muslo, pero también la está escuchando
atentamente. Puede hacer esas dos cosas sin dificultad—, estabas hablando sobre
fatiga cíclica. Pruebas servo-hidráulicas. La curva de Wöhler —Haru arrastra la
mano que tiene apoyada en la base de su espalda y la deja descansando en su
costado, lo justo para que la punta de sus dedos rocen bajo la curva de su
pecho. El suéter también es muy suave. Nia suspira—. Determinar el índice de
dureza en función de la carga aplicada —susurra en su oído.
—Lo siento, seguro que quieres que cierre ya el pico. Siempre me dicen
que hablo demasiado —dice Nia distraídamente. Hay una sonrisa en sus labios,
pero también un atisbo de tristeza que la empaña un poco.
—¿Quién te ha dicho que hablas demasiado? —le pregunta muy serio. Está
tonteando con ella, pero su intención no es hacer que se calle para poder pasar
al otro asunto. Haru desliza ambas manos hacia lugares más respetuosos y espera
pacientemente una respuesta.
—No sé. La gente.
—¿Qué gente?
—Los tíos, ya sabes. Siempre me lo han dicho.
—Eso es porque son imbéciles. Soy un tío y me gusta mucho escucharte,
Nia. Y necesito que me creas. ¿Me crees?
—Sí —responde ella demasiado rápido—. Quiero decir, sé que te gusta que
te cuente toda esta basura que no le interesa a nadie, pero estoy segura de que
en algún momento también te aburrirá.
—Nia… —dice acercándola un poco más, hasta que casi toca su nariz con la
suya—. Quiero que te olvides de todos esos idiotas y que dejes de pensar en los
matices invisibles de lo que yo no te digo. Tu trabajo, como ya sabes, es algo
que me ha interesado siempre. Antes de conocerte ya me interesaba, así que no
pienses que me aburres, porque no es así.
—Pero…
—Tampoco me aburrirás más adelante —le corta, antes de que pueda
terminar lo que sabía que iba a decir—, porque nadie suele aburrirse de hablar
de cosas que le gustan.
—No puedes ver el futuro.
—Vaya chorrada, tú tampoco.
—Está bien, touché. Te creo.
Se besan despacio y caliente y Nia lo agarra del pelo haciendo a un lado
toda la conversación.
—¿Sientes eso? —pregunta Haru, presionando un poco sus caderas contra
ella.
—La tienes durísima —responde Nia asintiendo y sin apartar los ojos de
su boca—. Ya lleva así un buen rato.
—Sí, un buen rato. Aquí hay un treinta por ciento de ti moviéndote sobre
mí todo el tiempo, un veinte por la falda y el cincuenta por ciento restante es
por cómo me pone escucharte hablar —Haru vuelve a meter la mano bajo el
dobladillo de la falda y sube. Sube hasta que las yemas de sus dedos rozan el
encaje y se detiene allí—. ¿Qué tal si sigues?
—¿Qué? ¿Ahora?
—Ahora. ¿Qué tal si me cuentas cuándo has comprado la falda?
Haru ya sabe que su respuesta le va a gustar y para poner en claro su
punto, pasa el pulgar sobre el encaje de sus bragas, que ya están húmedas, animándola
a hablar.
—La compré esta semana… —dice enroscando los dedos en su pelo.
—¿Para mí? —pregunta, trazando círculos que la obligan a separar un poco
más las piernas para dejarle mejor acceso.
—Sí… Tú —ella hace una pausa y él también, dejando claro que la va a
tocar mientras siga hablando—… dijiste que te gustaba la negra… La vi… La vi en
el escaparate… y pensé en ti…
—Sí, me gusta mucho —dice, haciendo a un lado el elástico y rozando
ligeramente la piel desnuda que hay debajo. Sabe, aunque no puede verla, que su
ropa interior hoy es del mismo rosa que las diminutas flores de la falda. El
mismo rosa que el jersey. Y que los calcetines altos que no le va a quitar en
ningún momento. Un tono de rosa similar al de las areolas de sus pezones. Haru
tiene que esforzarse mucho para no desnudarla y meterse uno en la boca—. ¿Y el
suéter? ¿También lo compraste pensando en mí?
—Sí. Es muy suave… —susurra. Él mete un dedo en su interior y ella se
arquea en busca de más. Tiene los ojos cerrados y el ceño fruncido y Haru sabe
que está tratando de pensar en qué más puede contarle mientras intenta no
desmoronarse sobre él.
—Es muy suave… Casi tan suave como tú —le dice mordiéndole el labio—.
¿Por qué compraste este conjunto para mí?
—Quería tener algo… solo para ti… Ya sabes… Algo que no hubiese usado
nunca antes… Quiero acordarme de lo mucho que te ha gustado siempre que me lo
ponga…
—Eso es muy dulce de tu parte, Nia… —Haru tiene el dedo anular dentro y trabaja
con el pulgar, y lo hace metódicamente para que ella pueda recordarlo todo muy
bien. Nia suspira agitada y se mueve sobre él mientras se deshace. Le gusta
cuando le hace saber que está complacido, como cuando le dice lo buena chica
que es mientras la acaricia y ella hace todo lo que le pide. Sabe que falta muy
poco para que se corra en su mano y ha comenzado a farfullar palabras aleatorias
para evitar que pare—. No hagas trampas —le advierte.
—La otra noche… joder, oh… Joder… La otra noche tuve un sueño…
—Pues cuéntamelo, vamos.
—Estábamos aquí y… ah… y… yo… estaba sentada en… en la encimera de tu
cocina… y tú… y tú…
—¿Y yo qué?
—Y tú tenías tu mano justo dónde la tienes ahora mismo…
Nia se lame los labios y él los atrapa con su boca, justo para tragarse
el gemido que se le escapa cuando se corre. Y él sigue amasándola un poco más,
hasta que termina y se relaja en sus brazos. Solo puede pensar en cómo se
siente cuando está dentro de ella de verdad. Y en la maldita encimera que ahora
no puede sacarse de la cabeza. Quiere tenerla allí. Quiere poner su boca sobre
ella. Quiere follarla sin quitarle esa falda mientras respira el perfume de su
cuello. Así que hace lo que cualquiera haría en su lugar: la levanta en brazos
para llevarla hasta su encimera, dónde nunca volverá a comer nada sin pensar en
ella. Nia grita sorprendida pero se agarra a él como si le fuese la vida en
ello. Y su cuerpo encaja tan bien en el suyo como la primera vez.
La sienta en el borde y está dispuesto a añadir algunas modificaciones a
ese sueño. Empieza por levantar el suéter, dejando al descubierto la piel
pálida de sus costillas y tirando hasta arrugarlo sobre sus clavículas. Y,
gloriosa mierda, ha acertado el color de su ropa interior. Es de encaje y raso
y no importa que deje entrever bastante de lo que se esconde debajo, porque
arrastra las copas del sujetador hasta que queda enrollado en su esternón.
Ahora sus pechos están desnudos entre ambas prendas, solo para él.
—¿Qué
es exactamente lo que te hacía en esta encimera, Nia? —le pregunta, poniendo la
boca sobre uno de ellos.
—Por favor… —se queja. Nia tiembla bajo sus labios y es absolutamente
deliciosa.
—Cuéntamelo, Nia —dice haciendo una pausa de mala gana—. Cuéntamelo para
que pueda seguir…
—Pues… tu mano estaba ahí… ya sabes… y me quitabas las bragas, pero no
la falda.
—No pienso quitarte la falda… —pero sí que la levanta, hasta poder ver
el resto de su conjunto con total claridad. La primera vez que se acostaron, el
día de la librería, Nia llevaba unas braguitas negras diminutas. Estas cubren
el doble y lo hacen la mitad de bien. Puede distinguir perfectamente toda la
piel suave y brillante por el desastre que ha hecho allí hace un momento. Está
tan duro que le duele. La empuja con cuidado hacia detrás, haciendo que se
tumbe y ella obedece dócil—. ¿También has comprado esto pensando en mí?
—Sí —responde Nia de inmediato.
—Me gusta. Levanta
el culo.
Ella lo hace, apoyando el peso en sus hombros. Haru arrastra la prenda
rosa de encaje hacia abajo y la deja colgando de uno de sus tobillos. Recorre
el mismo camino de vuelta con la boca, mordiendo y lamiendo, hasta llegar a su
destino. Nia ya no habla pero ya no le importa, porque los sonidos que salen de
su boca son casi mejores que las palabras ahora mismo. Cuando mira hacia arriba
y la ve, tensa, con la cara desencajada de placer, la falda arrugada, la
respiración agitada y esas tetas perfectas y desnudas resaltando entre el rosa —rosa
como la aureola de sus pezones—… Cuando la ve así, solo puede rogar para que se
corra de nuevo y poder enterrarse en ella, porque no lo hará hasta que vuelva a
correrse. Nia lo agarra del pelo y tira con fuerza, y que lo jodan si le
importa porque sigue impenitente, deslizando la lengua entre sus pliegues hasta
que siente los espasmos del orgasmo y tiene que sujetarla con firmeza por las
caderas para que deje de moverse.
—Por favor —gimotea ella—, por favor, por favor… Te necesito dentro
ahora mismo… Por favor…
Y no piensa hacerla esperar, se desabrocha el botón y baja la cremallera
y la acerca más. Nia vuelve a sentarse y se agarra a él con desesperación.
Estruja su hombro, araña su cuello. A Haru tampoco le importa eso, porque dejó
de pensar hace tres semanas y solo puede dedicarse a tratar de respirar y a no
dispararse en los pantalones como un adolescente. Lo tiene muy difícil, porque
está tan malditamente resbaladiza que se envaina dentro sin esfuerzo y de una
sola vez. Siente la carne húmeda, apretada y caliente envolviéndolo, y está a
dos besos de volverse completamente loco. Son un amasijo de dientes y lenguas y
uñas, y la embiste como si se fuese a acabar el mundo. Quiere ponerla de
espaldas contra esa encimera. Quiere ponerla de rodillas y meter la polla en
esa boca sucia. Pero todo eso implicaría dejar de tener sus tetas a mano y no
está dispuesto a renunciar a ellas ahora mismo, así que solo sigue entrando y
saliendo y respirando y mordiendo, con las piernas de Nia alrededor de sus
caderas, apretándose contra él hasta que están fusionados y sus cuerpos parecen
ocupar el mismo espacio. Como si fuese a devorarlo. Y podría, si quisiera. Haru
no podría impedírselo. No podría hacer nada más que lo que está haciendo.
—Jesús, Nia… Joder —se oye decir, aunque la voz no parece la suya—.
Joder, maldita sea…
Está derramándose dentro de ella cuando siente como vuelve a correrse
una tercera vez y eso saca un sonido directamente de su pecho. Un sonido ronco,
de animal. Y se quedan allí pegados, sin moverse, jadeando y sudando, con las
frentes unidas y buscándose los labios con pereza, mientras dejan que el ansia
descienda hasta ser soportable de nuevo.
—Podría follar en esta encimera todo el tiempo —susurra Nia—. Me gusta
mucho más que tu minicama.
—Tomo nota —está tan cerca que sus pestañas lo acarician cuando
parpadea. Tan cerca que se bebe las palabras que salen de su boca. Quiere vivir
en esa boca.
—Tu apartamento es ridículamente pequeño, pero el que montó esta
encimera sabía lo que hacía, joder. Quiero comer cereales —anuncia, saltando de
un tema a otro sin ninguna transición en medio, como hace siempre. Haru sabe
que ahora lo está haciendo para alejarse en la medida de lo posible y evitar
que se pongan demasiado tiernos y cómodos. Para evitar mirarse a los ojos dos
segundos de más, porque durante los tres primeros minutos del post-coito, lleva
el corazón reflejado en las retinas. No pasa nada, puede lidiar con eso.
—Genial, porque es lo único que tengo aquí —dice, separándose un poco
para darle el espacio que le está pidiendo sin pedirlo, porque lo último que
quiere es abrumarla.
—Guapo, no es lo único que tienes aquí, ya te lo digo…
Sale de su cuerpo casi laxo en todos los sentidos. Se siente deshuesado,
pero con el sabor de ella aun en la boca se da cuenta de algo importante: nunca
antes se ha sentido así con nadie. No sabe si está preparado para manejarlo,
porque lo que han hecho en esa encimera ha sido abrumador y sin precedentes.
Algo crudo que a él lo ha dejado en carne viva y a ella la ha llevado a romper
el contacto. Se siente como si estuviese volando a través de una noche oscura a
una velocidad aterradora, como un cometa, fuera de control e indefenso. Y es
solo por un maldito milagro que no se haya estrellado. Que no haya ardido aún
de dentro a afuera. Es lo que siente cada vez que la mira, que la toca, que la
besa. Y se da cuenta.
Está enamorado y es demasiado.
Demasiado como para sujetarlo todo dentro y seguir respirando.
Demasiado.
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