7.
Nia
Cuatro semanas más tarde, Nia se bajó del tren en el polvoriento andén de Sandrock y se estiró, bostezando. Estaba ligeramente malhumorada porque, si bien le encantaba viajar, el tedioso proceso de ir del punto A al punto B —en un trayecto que duraba veinticuatro horas— no la entusiasmaba. Nia quería poner un dedo en el mapa, desintegrarse y aparecer en el punto elegido. Maldormir en un vagón de tercera, con las piernas dobladas en cuatro, la había dejado irritable y aletargada. Así que, cuando ese hombrecillo de la estación se acercó a ver si se encontraba bien, fue grosera —¿cómo coño se llamaba? No conseguía recordarlo, a pesar de que él sí recordaba cómo se llamaba ella—. Y lo siguió siendo cuando él trató de apaciguarla ofreciéndose, muy amablemente, a llevarle el carro del equipaje hasta el taller de Jamie.
Cuando llegaron hasta allí, Nia se bajó las gafas de sol para asegurarse de que estaba viendo lo que estaba viendo, y no un espejismo producido por el sol, que a esas horas aún no había hecho acto de presencia. El taller, además de haber crecido sustancialmente, estaba desmantelado. Era más grande, pero eso ahora mismo solo significaba que había más caos. Se había construido un edificio nuevo y otro estaba a medias. Todo eran zanjas, accesos cortados, herramientas, maquinaria y plásticos que cubrían más herramientas y maquinaria para que no se llenasen de arena —supuso—.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó sin esperar respuesta, olvidando por completo que el viejo estaba a su espalda.
—Está ampliando el taller —respondió este, carraspeando—. ¿Quieres que te ayude a entrar el equipaje o te lo dejo aquí?
—Lo vamos a dejar aquí, de momento —dijo Nia, sin apartar los ojos de la escena.
El hombre comenzó a sacar bultos del carro, lanzando miradas de soslayo que la invitaban a participar. Nia lo dejó hacer, porque estaba decidiendo si entrar a la casa o esperar a que Jamie apareciese. No tuvo que decidir nada, ya que ella apareció justo en ese momento, acompañada del crío, aún saltando sobre sus muletas con audacia ilimitada.
—¿Nia? —dijo Jamie, sorprendida, formando una sonrisa enorme.
Jamie ya estaba completamente despejada a esas horas intempestivas de la mañana, y Nia la odió un poco por eso, porque ella estaba empezando a sentir ganas de tirarse en una de las mil zanjas y pedir que la enterrasen viva hasta que dejase de estarlo.
—¿Es que siempre que vengo tiene que haber obras? —le preguntó a Jamie, haciendo un mohín y dejando salir parte de toda esa desesperación.
La primera vez estaban construyendo la casa y durmieron en una tienda de campaña en el patio. La segunda vez, Nia pudo dormir en una cama, aunque dentro de la casa aún había pequeñas obras, y Jamie estaba construyendo el cobertizo ella sola. Ningún día se levantó más tarde de las seis y media, y todo apuntaba a que esta visita no iba a ser la excepción.
Antes de que pudieran seguir hablando, el equipo de Heidi irrumpió en el recinto como si estuvieran en su casa.
—Café en la parte de atrás, chicos —informó Jamie a los cinco peones, que pasaban saludando.
—Nia, ¿sabíamos que venías? —preguntó Heidi, la última en entrar, sonriendo también.
—No. Era una sorpresa.
—¿Es tu amiga Nia? —preguntó el niño, mirando a Jamie— ¿Nia, Nia?
—Sí, la misma. ¿Has empaquetado toda la maldita casa o qué? —preguntó Jamie, haciendo un gesto hacia los bultos.
Había tres maletas grandes, dos baúles y ocho cajas que pesaban mucho, a tenor de los esfuerzos del hombre ahí atrás. Nia las había llenado, pero se las había arreglado para no tener que portearlas en ningún momento. Un chico la ayudó a meterlas en el Dee-Dee, y otro a sacarlas y cargarlas en el tren —él también iba en el tren y le había demostrado, en los baños, que también podía cargarla a ella. Esa había sido la parte más divertida de todo el viaje, con diferencia. Luego lo había despedido y se había dedicado a intentar dormir, mirando el reloj cada tres minutos y medio.
—Tú los pediste. No voy a mandar esto por correo, ¿sabes lo que me hubieran cobrado?
—Querías venir —dijo Jamie, que la conocía muy bien, ampliando aún más la sonrisa, si es que eso era posible—. Estabas pensando en una noche de chicas en el desierto, en ir a la peluquería a chismorrear con Pablo, a la Luna Azul a flirtear con Owen y en contarle a Andy todas las mierdas que hicimos de crías.
—¿Qué mierdas? —preguntó Andy, que parecía impresionado, avergonzado y sorprendido, todo a la vez.
—¿Ves? Ya te está enseñando un montón de palabrotas y luego me echará la culpa a mí de cualquier cosa que hagas mientras estoy aquí.
—¿Por qué no lo acompañas tú al laboratorio mientras termino aquí?
—¿Yo? —preguntó Nia horrorizada—. ¡No sé nada de niños!
—Tienes cuatro sobrinos.
—Nunca me he hecho cargo de ellos…
—Tranquila, Andy es funcional y sabe a dónde va, solo tienes que acompañarlo y asegurarte de que entra. Y de que Qi sepa que está allí. No te vayas sin asegurarte de esto último, Nia —añadió, apuntándola con el dedo—. Oblígale a confirmar verbalmente que os está viendo.
—¿En serio? —Eso no la estaba tranquilizando—. ¿Por qué no lo llevas tú?
—¿Hola? ¡Que estoy aquí! —protestó Andy, ante lo que parecía una discusión de padres divorciados.
—Porque estás aquí, has venido a fisgar y a conocerlo, y yo estoy ocupada —sentenció Jamie—. Si me adelanto esto, terminaré antes y podremos tomarnos algo en el porche antes de comer.
—Ah, tomar algo en el porche… qué fina te has vuelto… ¿Vamos a levantar los meñiques mientras nos tomamos eso? Y, ¿cuántas probabilidades hay de que eso pueda contener algo de eso? —preguntó, subiendo y bajando las cejas varias veces.
—Ninguna.
—Buff, ya te has vuelto una aburrida. Vámonos, Andy. Voy a contarte un montón de mierdas que la van a tener despierta muchas noches.
—No te pases, o te lo llevas a Fuerteviento.
—Sí, hombre.
—No necesita que lo animes con historias escabrosas, el otro día les dibujó cejas a todas las gallinas de Cooper con carbón y ahora reaccionan de forma violenta ante todo lo que tiene cara.
Andy —que las miraba saltando de una a otra, observándolas discutir sin discutir con la boca abierta— deslizó los ojos hacia el rancho. Heidi —que las miraba de la misma forma—se echó a reír. Nia la acompañó.
—Pablo dice que las cejas son muy importantes porque nos dan expresión —se justificó el niño—. Solo trataba de ayudar.
—Ah, y ayudarás… Cuando Fang te quite la escayola, vas a tener que recoger boñigas una larga temporada.
—¿Cuánto?
—Hasta que a las gallinas se les pase el susto o a Cooper el enfado, lo que suceda primero.
Las dos opciones pintaban mal para Andy, que miraba fijamente su única zapatilla desolado mientras pensaba en su penitencia.
—Bueno, hora de trabajar —anunció Heidi, cerrando la conversación y dirigiéndose hacia donde estaba su equipo, tomando café y bollitos de canela de Mabel—. No todos estamos ociosos. ¿Noche de chicas?
—Eso ni se pregunta —contestó Nia.
—Me vais a joder los biorritmos, ahora que los había encontrado —resopló Jamie.
—Pues los buscas otra vez cuando me vaya.
—Jensen —dijo Jamie, girándose hacia el viejo del que Nia ya se había olvidado. Jensen, se llamaba Jensen. Lo tenía en la punta de la lengua. O no—. Gracias por traer todo esto hasta aquí. Nia es buena persona a veces, pero nunca por las mañanas. Dame un segundo, tengo tu reloj dentro y así te lo llevas.
—¿Ya lo has terminado? —preguntó, levantando la gorra para pasarse la mano por el pelo y recolocándosela después. También parecía impresionado, avergonzado y sorprendido, todo a la vez. Además de ligeramente incómodo por escuchar una conversación que no era para él.
Jamie no contestó, en su lugar, entró en la casa y salió como diez segundos más tarde, con una cajita en la mano que le tendió a Jensen. Él hizo un amago de meter la mano en el bolsillo, pero Jamie se lo impidió tomándosela y dejando allí la caja.
—Por el favor de acarrear todo el equipaje.
—Ese es mi trabajo, Jamie…
—Bien, y este es el mío. Solo ha sido un poco de arena en los mecanismos, como siempre. Me ha llevado quince minutos limpiarlo. No hace falta que Yan lo sepa.
El hombre asintió, no muy convencido con el trato, y sacó de la cajita un reloj de bolsillo dorado. A Nia no le costó imaginar a su amiga puliendo y abrillantando su superficie para entregarlo así de bonito y resplandeciente. Jensen guardó la caja y se llevó el artefacto a la oreja, cerrando los ojos.
—Está perfecto de nuevo, Jamie. Muchas gracias —dijo, suspirando con gran satisfacción tras escuchar unos segundos.
Luego, enganchó la leontina al ojal de su chaleco impecable, devolviéndolo a su sitio en el bolsillo lateral, y palmeó allí dos veces, dichoso de tenerlo otra vez de vuelta.
Para Jensen, el tiempo no era solo una medida, sino una memoria viva. Sentía el pulso de una vida marcada por horarios, llegadas y partidas. Ese reloj, compañero silente en sus jornadas desde hacía más de cuatro décadas, le recordaba que el tiempo no se detiene, pero también que hay momentos que merecen ser sostenidos. Reflexionaba, entonces, que en cada tictac no solo avanzaba el tren, sino también su propia historia, y que quizás lo más importante no era controlar el tiempo, sino saber detenerse para apreciarlo. Ese pequeño trozo de latón bañado en cromo, sin ningún valor, salvo el sentimental, perteneció a su padre y, antes que a él, a su abuelo. Jamie había alabado la mano de obra del sencillo y preciso mecanismo. "Exquisito", había dicho la primera vez que puso los ojos sobre él.
Jensen sonrió.
Llevándose la mano a la gorra a modo de saludo, se atusó el bigote y la barba y emprendió el camino de regreso a la estación, llevándose el carro vacío con él.
—¿Cuánto te quedas? —le preguntó Jamie a Nia.
—Dos semanas.
—¿Dos semanas? ¿En serio? —Jamie parecía muy contenta, tal y como Nia la había imaginado al darle la noticia.
—Se llaman vacaciones, deberías probarlo alguna vez.
—Bah —repuso, haciendo un gesto vago con la mano—, completamente sobrevaloradas. Venga, fuera de aquí, vas a hacer que Andy llegue tarde.
—Podríamos quedarnos para ponernos los tres al día —sugirió él, apoyando todo el peso de su cuerpo en las axilas al colgarse de las muletas. A Nia se le escapó una carcajada que trató de retener, y el sonido fue como el gruñido lastimero de un animal extraño y desconocido—. No pasa nada porque me salte una clase o dos, estoy muy adelantado… Y no nos vamos a poder conocer en los diez minutos que nos cuesta llegar hasta el laboratorio…
—Ya la has oído, se queda dos semanas. Dentro de dos días estarás deseando que se largue —dijo Jamie.
—¿Crees que te cabe un dibujo más en esa escayola? —le preguntó al niño, ya de camino al laboratorio.
—Vaya, qué puntería tengo. ¿Qué será lo primero que hagas cuando tengas las dos piernas de nuevo?
—Saltar desde un tejado más alto con un paraguas más grande —bromeó el niño. Jamie le había hablado de él en cartas, pero en persona era aún más genial. Más todo—. ¿Crees que podrías hacerme uno de esos animalitos? Como los de tu cuaderno, ya sabes.
—Ay, ¿te ha enseñado esa basura?
—Es una basura flipante.
Nia no se molestó en regresar al taller. Daba a Jamie por perdida hasta mediodía, por lo menos. No le importaba; sabía que sería así cuando decidió venir. Jamie había tenido razón en todo lo demás. Quería ir a la peluquería de Pablo a chismorrear un rato —y a que Pablo le arreglase el desastre reseco y descuidado que tenía en la cabeza—. Si iba allí primero, podría alegar que acababa de llegar y que no había tenido tiempo de hablar con Jamie cuando el estilista intentase sonsacarle todo tipo de información.
Pero era muy temprano para una cita en el salón, así que descendió el camino del laboratorio y, en lugar de entrar en el pueblo, se dirigió al rancho de Cooper. Trató de evitar al charlatán, al que escuchó ocupándose de algo en el cobertizo de la parte de atrás —Cooper hablaba incluso cuando estaba a solas—. Nia aceleró el paso y llegó hasta la cerca de los animales, asegurándose de estar fuera de la vista del ranchero, o no llegaría a tiempo para comer con Jamie y Andy.
Allí, se subió al vallado y se sentó a horcajadas, respirando el aire fresco y el olor del desierto mezclado con el de los animales. Dejó que su piel absorbiera el primer calor del sol, que ya llegaba hasta donde ella estaba sentada, con la cabeza levantada y las gafas puestas para recibirlo.
Podría vivir aquí, se dijo.
Sandrock no era Fuerteviento. No había avenidas comerciales, ni zonas residenciales. No tenían siete parques ni veinte fuentes. No se sentía el bullicio en la calle cuando estabas dentro de casa. En general, no se sentía ningún tipo de bullicio. A Nia le gustaba la ciudad, pero también le gustaba esto: estar al sol, sentada en una cerca sin nadie a su alrededor. La comida de Owen. Los chismes y la ironía dramática de Pablo. Las galletas de Vivi y la mil veces increíble tarta de manzana de Mabel. Si Nia gritaba ahora, Jamie podía escucharla.
Uno de los yaks se acercó a curiosear y apoyó el húmedo hocico en su muslo. Nia acarició sus suaves orejas lanudas, preguntándose cómo podía vivir un animal semejante en el calor del desierto. Recordó la primera vez que estuvo de visita y vio uno de cerca. Lo vidriosos y negros que le parecieron sus ojos. Y, al mismo tiempo, tan amigables. Lo que se percibía tras ellos la dejó sin aliento. El pelo largo y sorprendentemente suave. Y esa enorme cabeza coronada por cuernos. Y poco después eran dos. Y después cuatro. La habían rodeado para examinarla de cerca, y ella los palmeó a todos.
Mucho pelo para el desierto y, sin embargo, encajaban perfectamente. Representaban todo lo que ella había experimentado allí. A primera vista daban miedo, pero eran apacibles y amables, como las gentes de Sandrock.
Nia había llorado a mares cuando Jamie le dijo que se quedaba de forma permanente —aunque nunca lo iba a reconocer—, pero ahora podía empezar a entender por qué. Qué había visto y sentido para desechar las incomodidades y decidir establecerse definitivamente.
Estuvo un buen rato allí sentada, deseando haber traído algo de comer. Eso lo hubiese hecho perfecto, pero tenía todas las mañanas de las próximas dos semanas para hacerlo. Podría caminar un poco por las afueras y sentarse al sol. Podía hacer una rutina de eso, y sería genial.
Cuando entró de nuevo al pueblo, las escasas tiendas de la avenida principal ya habían abierto. Paró a comprarle a Vivi otro sombrero —había comprado uno distinto en cada visita y este era el tercero, porque nunca tenía demasiados— y un poncho de lana de yak para las mañanas y las noches. Era tan suave como los propios animales, así que se lo llevó puesto, arrebujándose en él. También se caló el sombrero de cowboy. Vivi le dio una caja de galletas recién horneadas y, mientras las olisqueaba, volvió a pensar que no había otro sitio en el que prefiriese estar.
En Las Escaleras, le compró a Arvio algunas cremas. Ya se había llevado algunas las otras veces y no sabía de dónde salían, porque el hombre no soltaba prenda, pero eran de lo mejor que Nia había usado.
Por último, entró al salón. Pablo estaba sentado en uno de los enormes sillones, ojeando una de las revistas que le enviaban desde Walnut Groove. Levantó la mirada y alzó las cejas, sin despedir del todo su gesto aburrido.
—Vaya —dijo, suspirando con afectación—, mira lo que nos ha traído el gato…
—No hace falta que te levantes, ya me siento yo —respondió Nia, dándole una de sus mejores sonrisas.
—Tu pelo es un espanto. Puedo verlo a través de ese espanto de sombrero que lo tapa.
—¿Y a qué te crees que he venido?
—A que te cuente qué hace Justice con Heidi por la noche en el banco más apartado del oasis cuando no está de servicio.
—¿Justice y Heidi? ¿Estábamos al tanto de eso?
—Desde que a ella le salieron las tetas y él se dio cuenta de que era una mujer.
Llevaba una mascarilla de aceite de coco en el pelo mientras Pablo le limaba las uñas con determinación.
—Eso le dije yo, pero ya sabes cómo funciona esto… —decía el estilista sin apartar los ojos de su trabajo.
—Lo que pasa en Walnut Groove…
—…se queda en Walnut Groove —terminó Pablo—. Entonces… ¿rosa o amarillo?
—Altérnalos y ponme una de cada.
—¿Y Burgess?
—No sé, ¿demasiado brillante? Creo que sería como si la Luz te vigilase todo el tiempo. Raro.
—No si vives en la Luz todo el tiempo…
—No es mi caso. Burgess es un querubín que, cuando hace pipí, mea agua bendita. Yo soy como una de esas criaturas mitológicas que, si las rocías con agua bendita, se deshacen. Incompatibles.
—Te veo más como una de esas sirenas, que atraen a los marineros para devorarlos después de aparearse con ellos…
—Eso lo hacen las mantis religiosas, no las sirenas.
—Qué más da —repuso Pablo, dejando la lima y envolviéndole la mano en una toalla caliente que olía a limón—. A ver, ¿vas a besar a Burgess o a matarlo?
—Eso depende. ¿Si me caso con Pen tengo todo el paquete completo o el trato quiere decir mirar y no tocar?
—No lo sé, supongo que todo el pack.
—Buff, es que me lo has puesto muy difícil. No quiero casarme con Pen, solo acostarme con él. Es demasiado pelmazo para nada más.
—Y no queremos bebés con el encefalograma plano…
—Pablo, el juego es con quién me caso, a quién beso y a quién mato. No hay bebés.
—No sé, tú has nombrado el pack completo, querida.
—Pues beso a Pen, mato a Miguel y me caso con Burgess, supongo.
—No me importaría echar un buen vistazo a lo que guarda Catori debajo de esas faldas abiertas hasta el muslo. Tampoco me importaría meter allí la mano.
—Yo no puedo verla así. Por ese orificio salió una cabeza humana, no puedo —aseveró Pablo, negando con fervor—. Además, si no tiene pene, no me vale.
El sonido de la risa de Nia quedó amortiguado por el del secador de pelo.
—¿Catori tiene un hijo? —preguntó sorprendida.
—Sí.
—¿Y dónde lo tiene? ¿Lo esconde o qué? Pensaba que Jasmine y Pebbles eran los únicos niños. Bueno, y Andy ahora.
—Está con su abuela, en Atara. Ya debe ser casi un adolescente. Las matriarcas no se lo perdonan y no la han dejado entrar en su camarilla. No las juzgues, todos tenemos nuestros criterios.
—Beso a Pen, me caso con Rocky y mato a Justice. Podría besar a Justice, en cualquier parte de su cuerpo de sheriff, pero es que no creo que pueda matar a Pen ni siquiera en un supuesto ficticio… ¿Por qué no podías poner a Owen en el trío?
—Porque entonces te casarías con él y ya no tiene gracia. ¿Por qué no lo pones tú en el mío?
—Entonces, ¿Jamie no te ha hablado de Logan? Podría ocupar él solo mis tres puestos de casarme, besar y matar.
—Aparte de lo que dicen los carteles, no —respondió Nia, riendo de nuevo.
—Qué raro.
—No tanto, ya sabes como es. Está al tanto de cuántos tomates tiene Jasmine en su huerto, o de cuándo fue la última vez que a Mort le sentó mal la avena del desayuno, pero no le pidas nada jugoso o entretenido, no se entera.
—Pensaba que estaría furiosa con él.
—¿Con el bandido? ¿Por qué?
—Bueno, es la que va detrás arreglando lo que destroza.
—¿Es guapo?
—¿Guapo? —Pablo dejó escapar una carcajada, deteniendo el cepillo a medio camino—. Guapos son Owen o Pen. Logan no nació de un vientre humano. Su madre era una diosa nívea que lo esculpió y lloró una lágrima sobre él que lo hizo carne. Logan es un anuncio en neón de lo más caliente que hayas tenido entre las piernas. Reúne todos los requisitos para una novela sucia del desierto: rudo, salvaje, insoportablemente terco, forajido en busca y captura, y músculos a juego con todo eso. Cerramos con una historia triste de fondo… y es un absoluto cliché empapabragas. Un filón. Antes ocupaba todos mis sueños húmedos. Ahora también, solo que en ellos lleva el revólver desenfundado, y bueno, puedes hacerte una idea clara de cómo terminan… Cariño, si en lugar de buscarlo en el desierto lo buscasen en las camas de las damas, ya estaría encerrado.
—Deberías hablar con Ernest sobre eso —dijo Nia, que había girado el sillón para mirar a Pablo con interés, sin el reflejo del espejo.
—Ernest terminará escribiendo una novelucha sobre él, acuérdate de lo que te digo. ¡Oye, ¿y Ernest?!
—No puedo, lleva sudaderas con capucha.
—Eso es cierto —admitió Pablo con un suspiro decepcionado—. Te diría que yo no puedo perdonárselo, pero te estaría mintiendo vilmente. Me arrodillaría y trataría de no mirar arriba.
Nia se echó a reír otra vez.
—No, espera. Me caso con Pen, beso a Burgess y mato a Miguel. El papel del ministro siempre está en el mismo sitio.
—Pse, Pen te la pega al segundo día, y Miguel sería un marido muy devoto. No lo descartes tan pronto.
—Puajj, no, gracias. Miguel, al hoyo. En cuanto a Pen, que le aproveche; a ver si se va y no vuelve. ¿Puedo divorciarme?
—No. Es para siempre.
—Es un juego.
—Para siempre.
—Mierda.
—A ver, que rebobine —Nia levantó un dedo, coronado por una uña esmaltada en amarillo, a juego con sus gafas de espejo; sus pulseras tintinearon—. El padre de Logan se internó en unas ruinas peligrosas para explorarlas, y Pen lo encontró inconsciente y lo trajo al pueblo —sumó un segundo dedo, esmaltado en rosa chicle—. Fang le diagnosticó un virus mortal del Viejo Mundo, para el que no había cura —tercer dedo, amarillo—. La Iglesia puso a Howlett en cuarentena, encerrándolo en el templo e impidiendo entrar a nadie, incluido su hijo —rosa—. Logan quería una segunda opinión, porque Fang le dijo que no era un experto, y decidió llevarlo a un médico que sí lo era, pero el cabildo se lo negó, y él voló el templo por los aires para tratar de sacarlo —índice amarillo de la otra mano, porque en la primera ya no le cabían más tragedias—. Howlett murió en la explosión —dedo corazón, en rosa—. Logan y su hermano, que es quien diseñó la bomba, se dieron a la fuga, y desde entonces esculpieron a su paso el papel de forajidos y atormentan a los vecinos, porque los culpan de todo lo que ha pasado.
—Eso es todo.
—Vaya jodienda.
—No puede ser.
—Sí puede ser.
—No lo hizo.
—Sí lo hizo.
—No lo hizo.
—Sí lo hizo.
—No lo haría.
—Lo hizo.
—Mato a Rocky, me caso con Justice y beso a Pen.
—No sé… Creo que lo tienes peor con Krystal si matas a Rocky que matando a Pen…
—Eso es cierto.
Cuando salió de la peluquería, Nia se fijó mejor en uno de los mil carteles de Se Busca que decoraban las paredes a lo largo y ancho del pueblo y sus afueras. Los ojos de Logan eran lo único que se distinguía allí, pues a ambos hombres los habían retratado con los pañuelos de delincuentes cubriéndoles el rostro.
A Nia no le habían llamado la atención los forajidos, pero recordó haber bromeado con Jamie sobre ese detalle: la idea de tener carteles con la cara oculta cuando, para más inri, todo el mundo los conocía de toda la vida. Era lo más ridículo que Nia había visto. Cuando preguntó por qué, Jamie se encogió de hombros y le dijo que a Unsuur, quien había dibujado a mano cada uno de los carteles, solo se le daban bien los ojos. Nia se había desternillado ante lo loco de todo el asunto, y eso que entonces aún no sabía ni la mitad.
Ahora, fijándose muy bien en esos ojos —que estaban tan bien detallados que parecían reales; eso podía reconocérselo al agente de la ley—, sí que encontró un atractivo distante y frío que encajaría bien con una escultura antigua. Distantes y fríos… o todo lo contrario. No supo decidirse.
En cualquier caso, sí eran unos ojos que hacían que Nia se preguntase qué más habría bajo el pañuelo.
El otro hombre tenía los ojos rasgados, cálidos y puede que tristes —o quizá era una percepción particular después de haber escuchado todo aquello—. Durante el relato, Pablo se había referido a él más veces como “su hermano” que como Haru. No había ningún parecido entre ellos, más bien todo lo contrario. Eran como el yin y el yang en todos los aspectos visibles.
Pensando en eso, regresó al taller. Era tarde y no había tomado nada con Jamie antes de comer, pero Nia casi podía asegurar que su amiga se habría dedicado a sus comisiones, olvidándose de ello al no tenerla cerca.
Cuando llegó, sus sospechas se confirmaron: Jamie podía ignorar absolutamente todo mientras trabajaba, sin siquiera darse cuenta.
Jamie trabajó también toda la tarde, mientras Nia y Andy pasaban tiempo juntos. Nia le dibujó una mariposa, que pintó con esmalte de uñas con purpurina, algo que hizo que la obra pareciese brillante y viva, y que dejó al niño encantado. Luego subieron a la habitación de Andy —la antigua habitación de Nia— porque el crío se moría de ganas de enseñarle todo lo que habían hecho allí.
Ya tenían montadas todas las reliquias y la pared se había llenado de bocetos y dibujos. Los típicos de un niño de siete años, pero también los esbozos de los diagramas de varios inventos más, como una catapulta.
—¿¿Habéis montado esto?? —había preguntado Nia al verla en la parte trasera del patio.
—Claro, ¿por qué no?
—Pues no sé... ¿por seguridad?
—La hemos montado por seguridad —aseguró ella—. Si no lo hacía, la hubiese montado por su cuenta. No es tan peligrosa. La usamos para encestar latas vacías en un cubo y practicar puntería.
Y Andy le hizo una demostración que dejó a su mejor amiga estupefacta.
—¿Es verdad que llenasteis la piscina hinchable de un vecino con lombrices? —le preguntó el niño, muy interesado.
—Pues sí que te ha contado mierdas —resopló Jamie, mirando de reojo a Nia, que se estaba divirtiendo—. Era un imbécil. Siempre nos estaba restregando que tenía una piscina en el jardín.
—¿Y es verdad que ideaste un spray que olía a pedos y lo soltaste debajo de las sillas durante una reunión de padres en el colegio?
—¿Es que le has contado todo el historial de gamberradas? ¿Quieres que trate de superarnos o qué?
—¿Entonces es cierto? ¿Qué llevaba, exactamente, el spray?
—Por razones obvias, no voy a responder a esa pregunta.
—Te dije que no se lo ibas a sacar —apuntó Nia.
—Menos mal que tú no lo sabes. No me extrañaría que le hubieses dado la fórmula y lo ayudases a fabricarlo en masa.
—Bueno... sé dónde rociaría un poco de eso por aquí...
Andy se echó a reír, y Jamie supo en quién estaba pensando el niño para rociar con algo apestoso.
—¿Y es verdad que lo desmontabas todo y volvías loca a Ada? ¿Y que una vez intercambiasteis todos los timbres del vecindario y, cuando los pulsaban, sonaba en otra casa, y todos los vecinos terminaron saliendo a la calle para ver qué estaba pasando y nunca lo supieron? —preguntó Andy de nuevo, dejando a un lado su decepción y sin parar a coger aire.
—Sagrada mierda, Nia…
Jamie subió a la habitación, donde Andy y Nia jugaban a las cartas sentados en la cama, algo que ellas habían hecho mil veces de niñas —y después también—. Se detuvo en la puerta a observarlos en silencio.
—Estoy barriendo el suelo con tu cara —dijo Nia.
—¿No te da vergüenza darle una paliza a un niño? —Andy jugaba con las gafas de sol de Nia puestas.
—Ninguna.
Nia se movió un poco, y de su regazo escaparon las grajeas de sabores que Fang le había dado a Andy. Los caramelos le dejaban la lengua azul —“solo temporalmente”—. Lo estaba desplumando. Sobre las sábanas, Nia dejó caer otro elefante.
—¿Cuántos elefantes te están subiendo a las manos cuando robas? —protestó el niño—. ¿Te los estás guardando en las mangas?
—Destruirte haciendo trampas no tendría gracia.
Andy arrugó la nariz y soltó un gato, que murió pisoteado por otro elefante, zanjando la ronda.
—No es normal la cantidad de elefantes que tienes ahí, Nia.
—Lo que no es normal es que solo te salgan gatos —contestó ella, amontonando los caramelos del niño en el interior de su sombrero. Cuando estuvieron todos dentro, se lo tendió a Andy, pero no para devolvérselos, sino para que él añadiera las gafas que, al parecer, Nia se había jugado. Las dejó dentro con un suspiro—. Otra vez será —se burló Nia, sacudiendo el sombrero en su nariz.
—Tendré que pedirle más grajeas a Fang mañana —dijo Andy, fingiendo un puchero—. Le llevaré algunas plantas a cambio.
—Vas a tener que pensar en otra cosa. No voy a irme con las maletas llenas de caramelos, muñeco.
—¿Qué tal unas galletas de Vivi?
—Me ha dado una caja esta mañana.
—Vaya, es la primera vez que el reparto de esas galletas es un inconveniente —refunfuñó el niño.
A la hora de cenar, Nia ya había conseguido improvisar una noche de chicas. Había quedado con Grace, Heidi, Amirah, Mi-an, Elsie —que detestaba todo lo que fuese “de chicas” e iba solo porque iba Mi-an—, Krystal —que dejó a Pebbles al cuidado de Rocky— y Pablo —que no se perdía ni una—.
Así que, cuando Jamie acostó a Andy a las diez, ya estaban en la mesa del patio, preparando las bebidas que cada cual había traído. Jamie suspiró, pensando en las mezclas y en la insidiosa resaca que luciría Nia por la mañana. En cómo saldría de la cama, despierta por las obras, como un zombi moribundo y apestoso —y posiblemente muy irritado—.
—¿Te molesta? —le preguntó al niño mientras lo arropaba, escuchando lo que sucedía allí abajo.
La voz de Krystal se oía de fondo, aunque no alcanzaban a entender qué decía. Cuando terminó de hablar, hubo gritos y risas.
—No —respondió Andy—. Me gusta saber que estáis allí.
Jamie sabía que se quedaría dormido antes de que ella llegase a la puerta de abajo, pero eso no significaba que no fuese a echar de menos el rato que pasaban juntos, contándole alguna historia.
Mientras Nia y él se entretenían por la tarde, ella había guardado las cajas de los libros en una de las habitaciones libres. Quería conservarlos para sorprenderlo en algún momento. Para su cumpleaños, o para el Día del Sol Brillante.
—Vale. Si necesitas cualquier cosa, puedes gritar desde la ventana. Estaré atenta.
—No voy a necesitar nada, en serio.
En realidad, ella quería decir: “Si tienes una pesadilla, grita y subo corriendo.”
Andy había contestado: “Estoy bien si os escucho ahí abajo.”
Así que lo dejó metido en la cama, iluminado por la luz tenue del mapa estelar y la lámpara de lava.
Cuatro horas después, Nia y ella subieron las escaleras en dirección a su habitación. No sabía que Nia iba a venir, así que no tenía otra cama, pero tampoco importaba. Habían dormido juntas mil veces desde que eran niñas; sería como otra fiesta de pijamas.
Nia estaba bastante borracha, pero no lo suficiente como para estarse callada. Se pusieron el pijama y se sentaron en la cama, Nia dándole la espalda para dejar que ella le trenzara el pelo —otra de sus tradiciones—.
—¿Me llevarías mañana a ver el bosquecito? —preguntó Nia—. Me gustaría verlo, después de leer tus dos mil cartas al respecto.
Nia hipó. Tenía la nariz roja y estaba adorable cuando bebía.
—Claro. Puedo dejarte allí y dar una vuelta por las minas de la estación para recoger algo de cromo.
El bosquecito, como lo habían llamado, había sido el último cartucho de Trudy. La alcaldesa había regresado de su investigación en el desierto con un montón de muestras de tierra, presumiblemente fértil, para analizar. Cuando Zeke y ella vieron los resultados, descubrieron una biocostra capaz de mejorar las condiciones del suelo, prevenir su erosión y acelerar el crecimiento de plantas y árboles. Habían plantado una pequeña sección para probar, y había funcionado, pero estaban muy lejos de poder aplicarlo a gran escala. Para detener las tormentas y luchar contra la desertificación tendrían que plantar muchísimas hectáreas, y no tenían los recursos necesarios para mantenerlas —como agua para regar, que era lo principal—.
Nia era bióloga y botánica, y se había interesado mucho por todo el proceso desde el principio. Jamie había contado con llevarla para que lo viera con sus propios ojos.
—Luo, mi antiguo profesor en la universidad, me ha ofrecido un trabajo de ayudante. Con él —dijo Nia, cerrando los ojos mientras ella trenzaba—. Me gusta jugar a ser Dios creando flores híbridas para deleite de todos, pero preferiría hacer algo más útil.
—Eso sería genial. Siempre me ha parecido que deberías hacer algo más.
—Me gustaría venir aquí. Si el trabajo de la biocostra fuese lo suficientemente interesante, Luo podría estar dispuesto a estudiarlo.
—Eso sería aún más genial —contestó, dejando la trenza y tumbándose para verla de frente.
Si Nia se mudase a Sandrock, su vida sería perfecta.
—He cogido el trabajo y empiezo en dos semanas.
—O sea que, técnicamente, no estabas de vacaciones…
—Vacaciones, tiempo entre trabajos… da igual —Nia se tumbó boca arriba a su lado y cruzó las manos detrás de la cabeza—. He visto ese cuaderno que tienes en el cajón.
—Eres una fisgona —la acusó, dejando de respirar de repente.
—Oye, solo estaba guardando mis bragas. Tú habías dicho que las metiese en un cajón.
Jamie resopló, sabiendo que Nia tenía razón. Se le había olvidado que lo tenía allí. Al menos durante un rato.
—No es lo que parece.
—¿Quieres decir que no estás colada por un fugitivo? Porque es lo que sugieren esos dibujos…
—¡No estoy colada por él! —se defendió, bajando la voz al momento—. Solo son dibujos.
—Un montón de dibujos. ¿Te quedaste con el crío por él?
—¡No! —gritó de nuevo—. Joder, no. Claro que no. Ya sabes por qué me quedé con él.
—Bueno, tenía que preguntar. Pablo me ha contado toda la historia. ¿Por qué no me has hablado de eso? Le he dicho que no te interesa, pero no me lo he creído ni yo, y al ver ese cuaderno me ha quedado muy claro que te interesa mucho más de lo que parece.
—Estuve en su casa —admitió en voz baja.
—¿Cómo que en su casa? ¿En la de Logan?
—Sí. Cuando voló la torre del agua, Elsie se empeñó en que era inocente y quiso colarse a buscar pistas. Nos pidió ayuda a Mi-an y a mí. Bueno, realmente se lo pidió a Mi-an, yo solo pasaba por allí… pero el caso es que entramos, y ya no sé si es por eso, por la insistencia de Elsie, o porque lo he empezado a ver con los ojos de Andy, pero el asunto es raro, como poco.
—¿Crees que Elsie tiene razón?
—Cuando entré, lo hice pensando que era culpable como el pecado, y no es que haya cambiado de idea… es solo que no encaja con esa imagen de loco que todos pintan. Cuando Andy me cuenta cosas de cuando vivía con ellos, no parece que haya estado conviviendo con una persona trastornada a la que le da igual todo. Y Elsie lo conocía muy bien.
—Ya, pero la historia encaja. Voló el templo para sacar a su padre y, en cambio, lo mató. Y todo porque no le permitieron llevarlo a ver a otro médico. Creo que eso puede dejarte un poco tocado, al menos. O con ganas de volar más cosas por los aires. Lo que me parece raro es que no hayan insistido más con Andy.
La semana anterior, alguien de uno de los asentamientos a los que Justice había escrito respondió a su carta, confirmando que encontraron los restos de la caravana en aquel momento y que hubo una bestia que se cobró varias víctimas entre las colonias cercanas. No habían podido contactar con ningún cazador, pero el animal desapareció sin más. Justice y ella sabían cuál había sido su destino.
Caso cerrado aparte, la gente del pueblo había sido gentil y había mantenido las preguntas sobre la vida anterior de Andy a raya. Quizá la pesadumbre que rodeaba todas las conversaciones que tocaban a Logan o a su padre era simplemente demasiada. Esto era algo que Jamie había ido comprobando poco a poco desde su llegada. La trágica historia de los dos cazadores de monstruos era algo que los aldeanos preferían no tocar ni con un palo.
La historia le había parecido espantosa ese día, mientras buscaban pistas que exonerasen a los dos hombres en la casa donde ellos habían vivido hasta entonces. Una casa tan normal como cualquier otra, pensó, tratando de contener el escalofrío que le producían las fotos de las paredes, donde Howlett estaba vivo y sonreía junto a su mujer —la madre de Logan, que no sonreía en ninguna y era otro misterio en sí misma—. Jamie había buscado los ojos de Logan en esas fotos, encontrándolos en el bebé que la pareja se intercambiaba en diferentes imágenes. No había ninguna en la que tuviese más de dos o tres años, y ni siquiera una de su hermano, que solo aparecía en un dibujo hecho por Jasmine que ellos habían conservado.
Había oído que Haru no era hijo biológico de Howlett, que el hombre lo acogió cuando era adolescente. Eso explicaría la falta de fotografías suyas, ya que todas parecían tomadas antes de que la madre de Logan los abandonase a su padre y a él.
Elsie estaba segura de que eran inocentes, y era la única. Las había arrastrado en busca de algo a lo que agarrarse en su desesperación por limpiar sus nombres. Unos nombres que ellos mismos se empeñaban en ensuciar.
Jamie no sabía qué pensar al respecto. Ni ella ni Mi-an estaban en el pueblo cuando todo eso pasó. No los conocían, salvo por los carteles de busca y captura que amarilleaban al sol en cada pared.
Al convivir con Andy, había estado marinando todo eso en su cabeza. Cada vez que el niño le contaba una anécdota divertida o repetía una frase que el cazador le había dejado, la figura del temible bandido que había perdido completamente la cabeza se le desdibujaba más. A la gente le costaba mucho hablar de él porque se sentían traicionados. Los habían querido, a él y a su padre. Formaban parte de su pequeña comunidad. Una parte importante, incluso. La infamia de Logan había abierto un cisma imposible de cerrar. A Jamie le costaba imaginar a alguno de los vecinos en el lugar de Logan ahora, así que creía entender un poco ese dolor. Era lo único que podía creer entender de todo ese asunto. Solo Elsie y Ernest estaban interesados en escarbar dentro de la herida abierta: la una por amor y lealtad; el otro, por amor y lealtad a esa historia que empollaba al calor de algún licor caro, sentado en uno de los sillones de la Luna Azul.
—No sé, Nia. Todo es muy confuso.
—Hay que joderse. La relación más larga que has tenido duró un año y terminó sin que llegaseis a romper porque, literalmente, te olvidaste de él. Un buen día te diste cuenta de que hacía siglos que no lo veías, y eso es todo. Y ahora vas y te encariñas de un cliché de novela tórrida.
—Cómo se nota que has estado con Pablo —repuso Jamie, haciendo una mueca de desagrado ante el recuerdo, doloroso pero cierto, de su falta de interés por cualquier cosa que no pudiese desmontar.
—¿Te acuerdas de cuando éramos niñas y hacíamos esto todo el tiempo?
—Sí, mucho.
—Yo no pienso en otra cosa últimamente.
—Eso es porque ya no podemos hacerlo cuando queramos.
—Pues es una mierda.
Jamie estuvo completamente de acuerdo.
—Cuéntame tu cita más espantosa. Seguro que hay más desde la última vez que estuviste.
La última vez que estuvo, Nia le contó que había salido con un tipo terriblemente atractivo, pero que antes de que les trajesen el primer plato le hizo al menos veinte preguntas sobre sus ciclos menstruales y su fertilidad, y ella se fue horrorizada y sin cenar.
—Podría contarte más de una. Todo es un desastre —suspiró Nia.
—Elige la peor.
—¿La peor para quién? —bromeó.
—Para cualquiera de las dos partes. La peor.
—Fui a casa de un chico que parecía muy agradable —el noventa por ciento de las tragedias de Nia comenzaban con esa frase, pensó Jamie, anticipando una sonrisa y cerrando los ojos, cabeza con cabeza—. La mesa estaba puesta y la cabecera la presidía la urna funeraria de su abuela. Yo pensé que era un jarrón decorativo y lo cogí. Cuando me dijo lo que era en realidad, se me cayó al suelo y las cenizas se esparcieron. Tuve que tirar toda la ropa. Y los zapatos.
—Dios, Nia —resolló Jamie a través de la almohada que se había puesto sobre la cabeza para no reírse demasiado alto.
—No tiene gracia. Me encantaban esos zapatos, ¿sabes?
—Tienes un millón de pares.
—Sí, pero son todos distintos. Y esos me encantaban.
—¿Qué pasó con el chico?
—Yo qué sé, se quedó recogiendo la ceniza que no me llevé encima —Jamie se volvió a reír con ganas, apretando la almohada—. Oye, ¿va en serio lo del invernadero?
—¿Por qué lo dices?
—No sé, nunca se te han dado bien las plantas, Jamie. En un invernadero va a ser un genocidio total…
—Vaya por Dios.
—¿Por qué no pasas del invernadero, pero conservas ese espacio? Seguro que puedes hacer algo genial en su lugar, como mover allí toda esa porquería del despacho que tienes en la habitación. No deberías trabajar dentro de casa ahora que está el crío, podrías electrocutarlo, o algo.
—Quería un invernadero porque me recordaba a ti.
—Joder, eres una tonta. Pero las pobres plantas no tienen la culpa. Las matarás a todas y lo sabes.
—Sí, está prácticamente garantizado…
—Pues eso. A otra cosa. Solo habéis levantado la estructura, todo lo que tienes que hacer es pasar de las cristaleras —dijo Nia dándose la vuelta en la cama para verla bien y apoyando los codos en el colchón—. Deberías tirar ese cuaderno al horno que tienes en el patio, lo sabes, ¿verdad?
—Sí.
—Jamie… —dijo Nia.
Y Jamie suspiró.
Las dos semanas pasaron volando. Demasiado deprisa. Andy y ella fueron a despedirla a la estación el día que se iba.
—¿Volverás en verano?
—Creo que sí.
La abrazó y empezó a echarla de menos antes de perderla de vista. Andy también estaba cabizbajo. No mejoró cuando Nia le tendió sus gafas de sol.
—¿Me las das? —preguntó el niño, sin poder creer en su buena suerte.
Andy había intentado ganarle las dichosas gafas durante las dos semanas con las apuestas más estrambóticas, sin conseguirlo jamás. Ya las había dado por perdidas, asumiendo que Nia no era un hueso difícil, sino imposible de roer.
—Son tuyas, muñeco. La perseverancia también tiene premio.
—¿Me dirás cómo puede ser que tengas más puntería con la catapulta que Jamie y yo, que habíamos practicado?
—A veces solo es cuestión de suerte.
Nia le tendió el puño y Andy lo chocó. Después se abrazó a ella y pasó el rato que se quedaron en el andén tratando de disimular los lagrimones que amenazaban con caérsele pecas abajo.
Jamie también tenía ganas de llorar.
Esa noche durmieron juntos.
Siguiente capítulo
*Notas:
Aquí tenemos un poco de Nia para refrescar el ambiente.
Nia es uno de mis personajes favoritos para escribir. En el juego me gusta, pero en mi cabeza siempre ha sido mucho más. Esa amiga que tienes con la que puedes hablar de cualquier cosa sin filtros y que, no importa lo que pase, siempre está ahí. Es un personaje al que escucho hablar, así que me resulta tan sencillo como respirar.
Habrá mucha Nia en el futuro. No ahora, pero en el futuro sí.
Aprovechando que tengo tiempo, quiero publicar doble capítulo los dos próximos días. El ocho y el nueve no son muy largos, así que los subiré el domingo. El diez y el once son tamaño medio, pero los subiré el jueves que viene para cerrar el arco que está a punto de abrirse (comienza en el nueve).
La firma de Qi en la escayola de Andy sería la segunda ley de Newton, que es exactamente lo que puso a prueba al saltar del tejado con el paraguas: F = ma → Si hay más resistencia, la aceleración disminuye.
Andy tiene esa escayola colgada de la pared y es preciosa. Preciosa, os digo... xD
También estoy elaborando un índice de personajes, por si no has jugado y te sientes un poco en el limbo a veces.
En las capturas de hoy tenemos una imagen del álbum del juego durante la primera visita de Nia (que es después de el incidente de la torre del agua).
Tres de Logan antes de intentar el rescate de su padre, del modo historia del juego (a veces te cuentan algo que pasó y lo hacen con esas ilustraciones que a mi me encantan).
Mi dibujo de Andy con las gafas que Nia le ha regalado y que no se va a quitar nunca más xD
Tened piedad, es un intento de hacer al crío de forma un poco realista. No sé dibujar y tanto eso, como el dominio del procreate, que es dónde hago mis mierdas, son esfuerzos autodidactas.
¡Nos vemos el domingo con doble capítulo!