8.
Burgess y el extraño misterio de la ropa interior robada
Burgess
estaba preocupado. No era un estado natural en él. Generalmente, Burgess era un
hombre de carácter afable y jovial. Nunca se había enfadado. En serio, Burgess
JAMÁS se había enfadado con nadie. Ni con los CEPS —Ciudadanos Especialmente
Peligrosos—, aunque tuviera razones de sobra. Ni con los geckos, que habían
llenado el oasis de basura —los hombres lagarto aterraban a Burgess, pero eso
era todo—. Burgess era muy tímido con ciertos temas. Puritano o beato, dirían
algunos, y él estaría de acuerdo. En cualquier caso, Burgess estaba preocupado.
Todo había empezado con el secuestro de
Matilda. Logan se la había llevado para interrogarla sobre un supuesto robo de
agua. Matilda fue rescatada por el Cuerpo Civil pero, lejos de tomar a Logan
por loco, ella había abierto una investigación al respecto. Tras comprobar los
números de entrada y salida, todo parecía en orden. Aun así, el incidente había
trastornado a Burgess.
Poco después comenzó a pasar algo
desconcertante —y muy inquietante para él—. Su ropa interior aparecía en el
agua del oasis, mancillándolo. Burgess había pensado, al principio, que alguien
trataba de gastarle una broma. La primera persona que le vino a la mente fue
Pen, pero Pen dijo que no, y Pen nunca decía mentiras. También dijo que ojalá
se le hubiese ocurrido a él, porque era la mejor broma para alguien como
Burgess, que no puede decir “calzoncillo” sin ponerse rojo como un tomate. Y
dejarlo en el oasis era toda una declaración de intenciones, ya que para
Burgess el oasis era sagrado.
Había pensado en Andy, que se pasaba el
día elaborando mil travesuras, pero lo descartó de inmediato, ya que todo había
empezado antes de que el niño llegara al pueblo.
También había pensado en fantasmas.
Fantasmas traviesos y vengativos, la peor clase sin lugar a dudas. Comentó su
teoría con Dan-bi y Miguel, y ellos lo miraron —una con compasión y el otro con
los ojos en blanco, dándolo por perdido—.
Burgess
incluso recordó la teoría de Bronco y le preguntó a Capitán —que lo miró
fijamente sin parpadear y sin mover ni un bigote, y un minuto después bostezó
aburrido—, a Banjo —que se lavó los genitales—, a Macchiato —que arrastró el
culo por las tablas del porche— y a Sandy —que le dejó un salpicón espantoso en
los zapatos cuando levantó la cola y soltó lo que había comido el día anterior,
mientras masticaba con indiferencia un trozo de lona que había recogido del
suelo—. Ninguno de los animales le supo aclarar nada.
El caso es que no sabía quién era, así que
Burgess, cansado de indagar y un poco abrumado por ver expuestas sus
intimidades, llevaba tres días tratando de pillar infraganti al ladrón
infractor. Burgess era incapaz de enfadarse, pero era extremadamente miedoso, y
si no había intentado atrapar antes al caco con las manos en la masa, era solo
porque no quería ver fantasmas ladrones —lo que él se temía—, chupacabras
ladrones o extraterrestres ladrones —estas eran las teorías de Elsie y Cooper,
y Burgess no quería ni oír hablar de extraterrestres, y no sabía lo que era un
chupacabras, pero tampoco quería averiguarlo—.
Tres días. Antes de llegar a ese extremo
había puesto bajo llave toda su ropa interior, pero el ladino seguía hurtándola,
ya que solo parecía interesado en la que llevaba puesta —¿sería un pervertido?
Burgess casi prefería enfrentarse a un chupacabras—.
Tres días, y no había conseguido resistir
despierto ninguno de ellos. Burgess se quedaba dormido, inevitablemente, poco
después de las diez, y cuando despertaba, algo antes del amanecer, volvía a
estar en su cama. Tal era su estado de estrés y el agotamiento que le provocaba
tratar de mantenerse despierto, que regresaba a su habitación en el albergue
sin darse cuenta de que lo hacía —o eso era lo que él se decía—.
La primera
noche, Burgess se sentó en el banco más apartado del oasis. Aquel que, desde
que el primer constructor lo colocó allí, se había usado para prodigarse
arrumacos a la luz de la luna. Burgess nunca lo había utilizado con ese
propósito; en cambio, le gustaba porque estaba lo suficientemente alejado como
para que nadie lo molestara al atardecer, mientras reflexionaba sobre lo que
podría haber hecho mejor ese día. Pensando en eso, se quedó dormido.
Cuando despertó y bajó al oasis, su ropa
interior estaba allí, en el borde del agua. Decidió entonces dedicarse a la
contemplación fuera de sus horas de sueño. Así que, cuando volvió la noche
siguiente, ya había repasado su día al atardecer, como siempre.
La segunda
noche, Burgess se llevó un librito de crucigramas para mantenerse despierto, un
montón de dulces para mantenerse extra despierto y
un termo de té muy cargado para mantenerse súper extra
despierto —y súper extra nervioso—.
Parpadeó una vez.
Dos veces.
Tres veces.
Y se durmió.
El librito y los dulces resbalaron al
suelo.
El librito seguía allí por la mañana.
Al ladrón también le gustaban sus dulces.
La tercera noche, Burgess se
ató una campanita a la oreja. Cuando comenzaba a cabecear, la campanita sonaba
y Burgess se despertaba.
—Trompeta, tramposa,
tropieza, trufas —recitó, cabeceando y haciéndola sonar—…
trotamundos, tritón trepador —campanita—…
tranquilo, trémulo trinquete —campanita—…
trotador, trompo traba tronco tragón. Tritura. Trágico trámite —campanita—… Tratado —campanita—… Trompicón…
Por la mañana, despertó en su cama.
No llevaba ropa interior debajo del
pijama.
Burgess
observó atentamente a Dan-bi, que pasaba una red por las cristalinas —y
profanadas— aguas del oasis, capturando otro calzoncillo mientras negaba con la
cabeza.
—Calzoncillo, Burgess, calzoncillo. Puedes hacerlo —lo
animaba ella—. Calzoncillo, calzoncillo, maldito calzoncillo viajero.
—Calzoncillo —susurró Burgess,
enrojeciendo hasta la raíz del pelo.
—No te he oído.
—He dicho calzoncillo
—repitió, un poco más alto.
—No muerden, ¿sabes? A menos que estén
sucios. Si fuese el de Rian, no te estaría ayudando y tendrías que sacarlo tú mismo.
No le digas que he dicho eso —añadió, deteniendo la red en el aire y mirándolo
fijamente.
—Calzoncillo.
—Oh, Burgy-boy…
Dan-bi convocó una reunión de urgencia en su casa con los miembros de la iglesia y la alcaldesa; el asunto se le escurría de las manos como los calzoncillos mojados de Burgess.
Burgess no estaba invitado.
—Entonces —dijo Trudy—, ¿dices que Burgess padece un caso agudo de sonambulismo acuático?
—Correcto —asintió Dan-bi.
—Me lo comentó Vivi, pero no me lo creí del todo… Pensé que estaban exagerando, o que era otra de las teorías que circulan por ahí.
Matilda, Pen y Miguel eran los únicos que no lo sabían. Vivían arriba, junto al templo, y eso los separaba un poco del resto.
—Vamos a ver, ¿me estáis diciendo que Burgess se acuesta y, una vez dormido, se levanta, va en pijama hasta el oasis, se desnuda, se baña y se vuelve a vestir, olvidando la ropa interior allí? —repasó Miguel—. Nunca lo he escuchado salir…
—Oh, sí que sale —intervino Pen—. Sale. Lo he visto. Sale a horas intempestivas.
—¿Y nunca te ha dado por seguirlo? —le recriminó el ministro, expandiendo las fosas nasales.
—¿Seguirlo? ¿Por qué? Tengo cosas mejores que hacer. No soy su niñera.
—Pero Burgess lleva todo este tiempo dándole vueltas al tema —dijo Dan-bi, molesta, poniendo las manos sobre las caderas—. ¿No creías que podría estar relacionado?
—Y yo qué sé. Pensaba que iba a vigilar.
—Bueno, es igual —cortó Dan-bi—. He hablado con Fang y me ha dicho que no es conveniente despertarlo cuando sale dormido, y que en ese estado no es consciente de nada de lo que hace. Fang dice que esto puede deberse a un caso severo de estrés, y que se le pasará solo cuando se relaje.
—¡Nadando desnudo en su preciado oasis! ¡Pecado hídrico! ¡Los crímenes de Burgess a la altura de los de un vulgar CEP! ¡Taladores, cazacáctus, robaalmuerzos, carroñeros, peatones imprudentes, malabaristas…! —recitó Pen, risueño, levantando las manos para darse énfasis.
—¡Pen, no grites, Rian está dormido!
—Nada lo despertaría. Y tú también estás gritando. Y es mediodía —añadió, poniendo los ojos en blanco.
—Es un artista, tiene que descansar. Y ayer le anuncié que estaba embarazada —añadió, tras una breve pausa.
—¡JA! —ladró Pen, poniendo también los brazos en jarras—. Ahora dirá que va a dormir todo lo que no podrá dormir después.
Dan-bi se estremeció ligeramente ante la aguda intuición de Pen, que había dado en el clavo. Eso fue exactamente lo que dijo Rian cuando se recuperó del mareo que le provocó la noticia —nunca había estado más pálido y sudoroso, ni siquiera cuando alguien le hacía un encargo y tenía que ponerse a trabajar—.
Después lió uno de sus especiales, salió a fumárselo y, cuando regresó, subió directamente a la habitación y se acostó. Y aún no se había levantado. Pero eso era lo normal.
Dan-bi también quería fumarse un especial y meterse en la cama a dormir, pero no podía hacer ninguna de las dos cosas. Podía darle a Rian un puñetazo en el ojo y sacarlo de la cama. Mandarlo a dormir a Atara, por ejemplo. Aunque, pensándolo bien, eso sería piadoso y lo libraría de cambiar pañales y noches en vela. También podía pedirle a Krystal que le hablase de lo que es tener en casa a un bebé recién nacido. Es posible que, de hacerlo, Rian se fuese a Atara por propia voluntad. Y entonces tendría que cambiar ella todos los pañales y levantarse todas las veces.
Krystal había dicho que todo sería un carrusel de emociones desde ahora y hasta que el bebé naciese. Ira, lágrimas, euforia… Ella había preguntado cuándo iba a estar eufórica, porque de momento todo era ira y lágrimas. “Cuando el bebé cumpla cuarenta y se vaya de casa”, le había contestado Krystal, muy seria.
Eso le provocó más lágrimas.
—¡¿Ayer?! —exclamó Miguel, rompiendo el oscuro y difuso hilo de sus pensamientos—. Dan-bi, estás de casi cinco meses, hace días que se te nota…
—Oye, no estamos aquí para hablar de eso.
—Pero ya que estamos aquí —dijo Pen, que había encontrado hueso y no lo iba a soltar—… Seguro que tiene las pupilas muy dilatadas cuando os metéis en la cama y no se entera de nada, ¿eh? —dijo, guiñando un ojo—. Aunque no necesita fumar para eso… Espera, ¿le dijiste que era el último en enterarse?
—Si alguno le dice algo, le arrancaré la lengua. Y ten cuidado, Pen, porque además se te terminará el suministro.
Pen abrió la boca para protestar y la cerró automáticamente después, frunciendo el ceño mientras pensaba en ello. Miguel resopló, indignado, y Matilda lo miró atentamente con los ojos entornados.
—Por favor —intercedió Trudy—, Burgess está ahora mismo en el ayuntamiento escribiendo un panfleto titulado La corrupción del agua: una llamada al pudor. Ayer quería convencerme de hacerle un exorcismo al oasis. No podemos contarle que se ha estado bañando en él.
—Desnudo —señaló Pen, ensanchando su sonrisa perpetua una vez más.
—¿Quién más lo sabe, aparte de nosotros? —preguntó la alcaldesa.
—Todos. Muchos lo han visto, y los demás se enteraron enseguida, ya sabéis.
—¿Y qué hacemos? —preguntó Matilda, interviniendo por primera vez.
Desde que había sido secuestrada y, tras concluir la investigación sobre el robo del agua, la ministra estaba casi siempre en su casa. Solo salía para los sermones dominicales, para hacer pequeños encargos y para abastecer su nevera.
—No podemos decirle nada, porque saber que se ha bañado en el oasis lo hundiría —dijo Trudy, y se dio cuenta del juego de palabras en cuanto oyó la risa estridente de Pen—. Tampoco podemos hacer nada para tranquilizarlo, salvo tratar de recoger la ropa antes de que se dé cuenta de que ha estado en el oasis.
—Claro, podemos entrar en su habitación y ponerle unos calzoncillos limpios —se mofó Pen—. Y antes de que alguien me lo pida: no pienso hacerlo.
Todos pensaron en silencio un buen rato, y a nadie se le ocurrió ninguna solución.
Al final fue Matilda la que puso fin a todo el asunto de un tijeretazo —metafórico—, ignorando las protestas de Dan-bi, Miguel y Trudy.
Encontró a Burgess mirando con pesar al oasis y le contó la verdad, dándole un enfoque de “renacimiento interior”. Habló largo y tendido sobre la antigua costumbre del bautismo y su importancia. De la relación entre el sueño y la Luz, y de un millón de cosas más que Burgess no escuchó porque le pitaban los oídos.
Justice tuvo que firmar una dispensa oficial que Unsuur redactó y llamó Carta de Indulgencia Acuática.
Burgess comenzó a tener episodios en los que no sabía con certeza si estaba dormido o despierto. Empezó a considerar la posibilidad de que lo que ocurría no era real, sino parte de un sueño cuyos bordes y relieves se desdibujaban cada día más —como él mismo—.
¿Y si el oasis no está allá afuera, sino dentro de mí?, pensaba. ¿Y si es un sueño que la Luz me envía? ¿Y si la Luz me está soñando a mí, y yo solo tengo que dejarme soñar bien? ¿Y si la ropa interior es solo una idea… y la ropa exterior, la conciencia?
—Despierto, seco, vestido con las mismas dudas —repetía en su cama por las mañanas, sentado al borde, con el pelo revuelto y los ojos aún cerrados—. ¿Estuve allí o lo soñé? Porque si soñé que fui, pero me desperté aquí… entonces el sueño vino hasta mí, o yo fui hasta el sueño. Pero si la Luz es todo, y todo está en la Luz, entonces lo que sueño también es verdad. Pero… ¿y si yo soy el sueño de otro que me sueña a mí soñando que sueño? En ese caso… no soy culpable ni inocente. ¿Qué soy? Quizás nunca sepa si fui yo… o el reflejo de mí mismo sobre la superficie de algo más profundo.
Burgess no pudo sacar nada en claro, pero se decía: “Si la Luz nos sueña… al menos, que nos sueñe limpios.”
Sentado en el banco del oasis, antes de que la verdad lo aplastara, Burgess había tenido una epifanía pasajera, una breve intuición que se fue por donde vino, sin dejar rastro. Analizaba esa idea, dándole vueltas de un lado a otro: ¿Y si yo mismo soy el ladrón… de mí mismo?, había pensado, sintiendo un escalofrío —provocado, ahora lo sabía, por lo cerca que había estado de la verdad cuando ese impulso efímero cruzó su mente como una estrella fugaz centelleante—.
Había estado muy cerca de resolver el misterio.
No, se dijo, lo había resuelto.
Burgess, sin saberlo, lo había resuelto él solo.
Quizás los baños nocturnos guiados por la Luz, como había dicho Matilda, habían contribuido. Quizás lo habían vuelto más listo.
Banjo saltó del tejado, cayó en el alfeizar de su ventana y rebotó en el siguiente saliente antes de continuar descendiendo hasta el suelo. El corazón de Burgess se aceleró, golpeando con fuerza en su pecho, como un animal atrapado. Se llevó la mano allí, para asegurarse de que no escapaba.
Puede que sus baños en el oasis lo hubiesen vuelto más inteligente, pero seguía siendo un miedica.
*Notas:
Capítulo de Burgess. Quería hacer algo para presentarlo, porque me parece un personaje realmente loco y perfecto para desfasar un poco, así que aquí tenemos el resultado.
Burgess vive obsesionado con las reglas, las normas y que nadie meta un dedo en su oasis. Es el guardián del agua, así que mucho cuidado, ¡o te regalará flores!
También quería perfilar un poco a Dan-bi y su embarazo. Ella y su marido no son personajes a los que les tenga demasiado apego. No es por nada concreto, solo creo que he coincidido muy poco en su camino. O ellos en el mío. La una siempre está trabajando por ahí y el otro durmiendo, pero quería darles un poco de personalidad y por mis ovarios que lo conseguiré... xD
Bueno, hoy toca doblete, así que aquí te llega el siguiente.
Dam-bi y Burgess en el oasis: