23. La Ramera de Babilonia
Los que
no iban a pelear se fueron al templo, y la plaza se sumió en un silencio tenso.
Jamie terminó de ajustar el cañón con la ayuda de Mi-an y, tras retirar a todo
el mundo, hizo un disparo de prueba. El aire onduló, como en el horizonte del
desierto en los días más calurosos. Jamie no lo vio: el retroceso la tiró al
suelo contra las escaleras del ayuntamiento.
El disparo fue demasiado
bajo y demasiado cerca, y la arena, cargada de pequeñas piedras, le salpicó los
vaqueros como metralla. El golpe le subió por los brazos hasta los dientes. Iba
a necesitar los guantes gruesos.
—Buff, vaya bestia —dijo
Mi-an—. ¿Estás bien?
—Creo que sí —respondió,
aceptando la mano que su compañera le ofrecía.
Jamie reguló algunos
parámetros para bajarlo todo lo posible y volvió a intentarlo. Esta vez se
mantuvo en pie, pero aun al mínimo era suficiente para obligarla a recolocarse
tras cada disparo. Justice se quitó uno de sus dos cinturones y le pidió otro a
Unsuur; con ellos hicieron una correa que la ancló a la máquina.
—Estamos contigo, socia
—dijo el sheriff, ajustándosela—. Nosotros te sujetaremos.
—Casi literalmente
—añadió Unsuur.
Disparó de nuevo, y sí,
era una mejora.
—Mi, pásame los guantes.
Mi-an recogió los guantes
de la caja de herramientas y se los tendió. La vibración le iba a dormir las
manos en menos de diez minutos.
Hizo otro disparo y vio
que le estaba cogiendo el tranquillo. Las ráfagas de aire comprimido levantaban
la arena del suelo de tal forma que podrían haber limpiado todo el pueblo sin
dejar ni un grano. Mi-an añadió grasa a la base del cañón para que girase con
facilidad durante dos días seguidos.
No habría tanta grasa,
pensó, dejándola hacer.
Justice, Cooper, Trudy y
Mi-an la acompañaban mientras hacían tiempo. No veía a Logan, que estaba
apostado en el tejado del ayuntamiento, y eso empañaba un poco más su ánimo,
aunque saberlo cerca también era un alivio.
Antes de subir, él la
había mirado con esos ojos que estaban hechos de acero, se había sacado un
terrón de azúcar del bolsillo y se lo había puesto en la mano. Luego le besó
los nudillos y se largó como si nada. Ella se quedó allí, viéndolo trepar por
la barandilla del porche con la misma facilidad que si lo hubiese hecho toda la
vida. Todo era contradictorio. No le gustaban las contradicciones y empezaba a
ver que ese estado que todo el mundo parecía desear era un cúmulo de
complicaciones incómodas e innecesarias. De momento, no veía las bondades de
estar enamorada de alguien por ningún lado. Salvo en esa pequeña forma cuadrada
que se apretaba en su bolsillo y que no dejaba de tocar.
—No hemos tenido tiempo
de enterrar a Miguel —confesó Justice, apoyando un codo en la superficie
metálica de la bestia y sacándola de sus pensamientos—. Sigue en la caseta del
agua, envuelto en plástico para que no huela.
Parecía especialmente
atormentado por eso.
—Oye, no hemos tenido
tiempo de nada, esto ha sido de locos… Lo resolveremos cuando podamos, pero
ahora mismo no es una prioridad. O esa es mi opinión —aclaró Trudy.
—Ya, pero me está
mortificando.
—¿Y Pen y Yan?
—Siguen en la celda. Les
llevé algo de desayuno y agua de sobra. Tendrán que aguantar con eso hasta que
todo acabe.
—Cuando todo acabe —dijo
Cooper—, deberíamos llevarlos lejos, cavar un agujero y tirarlos dentro.
Su tono no tenía nada de
esa jocosidad que siempre lo impregnaba. Lucía una mueca rígida desde que Mabel
se había ido, y miraba de reojo a Elsie, de quien no podría ni despedirse dentro
de nada. Había cambiado la escopeta que usaba para espantar a los turistas por
otra que Jamie no le había visto nunca.
—¡Ja, que vengan! —había
gritado Cooper cuando le asignaron los tejados—. ¡Voy a sacar brillo a Betsy!
—¿Quién es Betsy? —había
preguntado Jamie.
—Su escopeta. La buena
—matizó Elsie.
Un arma de calidad, lista
para matar. Ahora colgaba de su hombro con una naturalidad que le produjo un
escalofrío. Cuando Mabel se había ido, él le había dicho que no se preocupase,
que su Mabel cuidaría bien de los chicos. Que parecía una corderita, pero que
era una verdadera leona. Jamie había sentido un afecto desgarrador por el
hombre en ese momento. Él también era un cúmulo de contradicciones: a medio
camino entre su personalidad estridente y pendenciera, estaba esa persona que
amaba a su Mabel y que no dudaría en tirar a dos hombres en un agujero en mitad
del desierto. Nunca lo hubiese admitido, pero Jamie sentía verdadera debilidad
por el ranchero.
Un
silbido de alerta se escuchó claramente y, al mirar al cielo, contemplaron la
nave en la lejanía, camino a las ruinas del norte, donde se suponía que tenían
la base, aunque las tropas ya estaban en tierra, a la vista de los oteadores.
Habían llegado y entrarían por la calle del depósito de agua, tal como habían
previsto.
Elsie se llevó a Daisy
caminando hasta el templo, desde donde despegaría con su cargamento de bombas
de humo en cuanto fuese evidente que los estaban esperando. Lo hizo sin
despedidas ni dramas, sin mirar atrás. Los dos grupos de limpieza se dividieron
como habían acordado: Hugo, Grace, Rocky y sus tres chicos por un lado; Heidi,
Crystal, Zeke, Mi-an, Catori y Trudy por otro.
—Ten cuidado, bebé —le
dijo Hugo a Heidi.
Rocky y Crystal se
besaron y no se dijeron nada al tomar caminos distintos.
Grace y Trudy miraron en
su dirección y se llevaron dos dedos a la sien a modo de saludo.
De los que estaban sobre
los tejados, Jamie solo podía ver a Justice, tumbado ya, apuntando su fusil.
Jamie direccionó el cañón
hacia el oeste y esperó los diez minutos más largos de su vida antes de que
todo estallase. Literalmente.
Cuando
los primeros soldados aparecieron y cayeron, los demás se parapetaron contra
las paredes de los edificios, siendo abatidos por los tiradores en los tejados.
El factor sorpresa duró poco, y el siguiente grupo ya entró preparado,
avanzando tras carros cargados de sacos de arena y disparando hacia arriba.
Jamie vio caer la primera bomba de humo justo después de contemplar la enorme
sombra de Daisy pasando sobre ellos en silencio y con suavidad. Cuando los
carros la atravesaron y estuvieron lo bastante cerca, comenzó a disparar el
cañón. Derribar los carros sería más difícil que derribar personas, pero al
menos les complicaría el avance, trabándolos allí hasta que se les ocurriese
otra cosa. Cuando alguno intentaba adelantarse para detener el cañón, saliendo
de la zona segura, caía abatido por alguien en los tejados. Jamie distinguía
perfectamente el sonido y la cadencia de las armas de cada uno: los dos fusiles
de Justice y Unsuur, las escopetas de Owen y Cooper, y el revólver de Logan,
que tumbó a sus pies a unos cuantos antes de que todo terminase. Era el que
gastaba menos balas, pero siempre daba en el blanco. Todos decían que Logan y
su padre eran los mejores tiradores del pueblo, y era cierto. Logan disparaba
con la precisión quirúrgica de Fang.
Pronto el
tiroteo se extendió a más lugares. Unsuur y Owen siguieron los tejados hacia la
Luna Azul, por donde comenzaban a llegar más tropas. Jamie ya no vería nada de
eso, porque se mantendría disparando el cañón todo el día, casi sin pausa, aun
cuando las manos le empezaron a sangrar.
No vería cómo el grupo de
Heidi limpiaba esa zona pegándose a ellos cuerpo a cuerpo, obligándolos a dejar
las armas de fuego por el riesgo de dispararse entre sí. Ni cómo el grupo de
Hugo hacía exactamente lo mismo al otro lado del rancho de Cooper.
Ni a Venti pilotando el
robot, armado con una sierra y un taladro, contra una línea de carros,
rompiéndola y derribando a varios soldados antes de que les diese tiempo a
reagruparse. Tampoco vería cómo derribaron el robot con artillería pesada, ni
cómo Rocky consiguió sacar a Venti de su interior mientras trataba de ocultarse
entre los restos humeantes, justo antes de que otra proverbial bomba de humo
cayera sobre ellos, permitiéndoles llegar al resto y replegarse hacia el
interior, por el salón recreativo.
Esa misma
artillería derribó a Daisy una hora y media después, apuntándole a las alas,
que se partieron como hojas secas. Jamie no pudo verlo, pero si hubiese estado
atenta más allá de los disparos y los gritos, habría escuchado el terrible
sonido que emitió el animal justo antes de caer al suelo. Y, aun en ese estado
lamentable, siguió avanzando, con Elsie en su lomo, para sacarla de allí y
dejarla lo más cerca posible de donde estaban los demás, desplomándose con un
quejido lastimero al conseguirlo. Elsie lloró como nunca antes, contra las
plumas teñidas de rojo de la pata de Martle, que respiraba pesadamente,
agonizando. No había querido dejarla allí, pero no le quedó más remedio cuando
vio a un grupo de soldados avanzar hacia ella. Mientras corría, escuchó los
disparos que remataron al animal y, aunque jamás hablaría de ello, agradeció
que fuese otro quien pusiera fin a su amiga y no ella. También juró que los
mataría a todos y, si bien no pudo cumplirlo al cien por cien, se llevó a unos
cuantos por delante con la escopeta vieja que le había robado a su padre.
No era la condenada
Betsy, pero cuando los cartuchos encontraban huésped, este no volvía a
levantarse.
Jamie
tampoco vio cómo Krystal apilaba los cuerpos rotos de muchos soldados a sus
pies con su maza pesada, como la guerrera vikinga que era, hasta que dos
disparos la pusieron de rodillas y, aun así, no soltó el arma. Zeke y Catori
tuvieron que sacarla a rastras y llevarla al templo, donde Fang tuvo que atarla
y sedarla con ayuda de los demás para poder atender sus heridas, mientras
Pebbles lloraba desconsolado sin entender nada.
* * *
Cuando
oscurecía, en el templo seguían sobrecogidos con los sonidos que venían de
fuera. Krystal dormía profundamente. Pebbles se había acurrucado en el regazo
de Matilda, que los había reconfortado a todos con sus dulces palabras, como
siempre hacía.
A Matilda tampoco le
costó demasiado pasar a un segundo plano, acercarse a la puerta con el niño de
la mano y salir del templo sin que nadie reparase en ella. A fin de cuentas,
nadie esperaría que fuese a salir… Porque Matilda —que se encontraba muy bien pese a tener un brazo incapacitado— los había engañado a todos.
No le costó burlar a sus
vecinos apostados fuera, salir de la vista, reunir a un grupo de soldados del
exterior, llevar a Pebbles a la plaza y, con su voz melosa, gritar que
entregasen las armas, que habían tomado el templo y tenían rehenes. Suplicó que
los tuvieran en cuenta antes de tomar decisiones de las que pudieran
arrepentirse.
Y, como sabía, funcionó.
Pronto
los tuvo a todos en fila, atados y desarmados, excepto a Rocky, que al ver a
Pebbles fuera del templo y fuera de su alcance se volvió loco y tuvieron que
tumbarlo a golpes hasta dejarlo inconsciente. Incluso mientras Matilda se
paseaba repartiendo órdenes, los demás la miraban con confusión, incapaces de
creérselo.
La estampa que ofrecían
era lamentable: sudados, sucios, magullados, pero sobre todo hundidos en la
miseria de saberse fracasados.
—Tranquilos, vecinos
—dijo con calidez la Ramera de Babilonia, también conocida como Tiger—, no
hagamos esto más complicado de lo que ya ha sido… Vuestra pequeña insurgencia
nos ha costado un tiempo muy valioso que ahora tendremos que recuperar…
Sus soldados trajeron a
Pen y Yan. El comandante Lefu, que había liderado la revuelta y desplegado a
sus tropas por el pueblo, dejó en manos de Matilda la toma de decisiones.
—¿Quién es el cocinero
del que me hablaron? —preguntó a Pen.
—Ese —dijo el Caballero,
señalando a Owen.
—Me lo llevo. Tengo
hambre y quiero probar la cocina local.
Dos de sus hombres lo
separaron de los demás y, cuando algunos trataron de protestar, Matilda los
detuvo en seco.
—No hagáis estupideces —dijo,
alzando la voz más de lo que le gustaba para imponerse al berrinche de Pebbles,
al que tenía abrazado—. Nadie quiere sangre infantil en sus manos, ¿verdad,
queridos? Pen se encargará a partir de ahora… Solo se os pide que cooperéis, no
es tan difícil.
Pen sonrió con esa mueca
felina que dejaba claro lo encantado que estaba con su parte.
—¿Vas a irte y a dejarnos
con él? —preguntó Justice.
—Sheriff, a veces, para
mantener el control sobre alguien, hay que darle rienda suelta —repuso ella,
pasándole a Pebbles a uno de los soldados. Matilda detestaba a los niños, sobre
todo a los llorones.
Y dicho esto, se fue.
—Bueno, pues vamos a
tener una noche de lo más interesante… —dijo Pen—. Los caballeros de los
tejados a las celdas, atados a los barrotes. Este, este, este y esta también
—señaló a Hugo, Rocky (al que arrastrarían), Zeke y Heidi—. El resto, a los
apartamentos. A nuestra constructora me la llevo yo.
Cuando la mano de Pen se
cernió sobre Jamie, el pánico se apoderó de cualquier pensamiento racional.
Sintió movimiento a ambos lados de la fila, pero Pen los miró como retándolos a
decir algo, así que permanecieron en silencio. Yan se acercó a ella,
extremadamente complacido. Jamie lo odió aún más.
—¡Pues sí! —gritó con su
voz desagradable—. Este traje cien por cien cachemir me lo confeccionó un
respetado sastre de Fuerteviento. ¡Es carísimo! Oye, ¿no eras tú de esa ciudad?
Es muy probable que esta lana provenga de cabras que pastoreaste personalmente.
Mira, novata, te voy a dejar un consejo útil antes de irme… Asegúrate de
apretar la mandíbula. Así es más difícil que te la rompan.
—Que te jodan, Yan.
—Ya ves, siempre tan
desconsiderada. Vas a acordarte de tu buen amigo Yan muy pronto, ya lo creo que
sí. Pero me temo que no podré ayudarte, voy a estar muy ocupado…
—Ha sido un buen consejo
—dijo Pen en su oído, abriendo el camino hacia las celdas.
Cuando
llegaron a la caseta del agua, Pen y Jamie se desviaron hacia allí mientras el
resto de prisioneros iba al edificio del Cuerpo Civil. Logan la miró antes de
que uno de los soldados lo empujara hacia adelante. La miró como si pudiera
recomponerla si se rompía. Y había tanto miedo en sus ojos como todo el que
guardaban los de ella.
Mientras una larga noche se extendía delante de todos y muchas cosas pasaban en muchos sitios distintos, el comandante Lefu desplegaba ante él otros objetivos. Quería cenar algo que no fuese col bañada en vinagre, así que puso a ése cocinero a trabajar para él. Se apoderó de una de las habitaciones y, mientras su cena se preparaba, él se dio un baño. Luego, una vez abajo de nuevo, llamó a uno de sus hombres.
—He oído que en este pueblucho hay una alfarera de renombre. He oído que su belleza hace que muchos hombres peregrinen hasta aquí solo para verla. He oído que es imposible conquistarla. La Rosa del Desierto, la llaman. Quiero que me la traigas.
Owen dejó de hacer lo que estaba haciendo y su mandíbula se apretó de una forma dolorosa. Y no solo porque los restos de su refriega con Logan molestaban como un demonio… Owen llevaba enamorado de Amirah exactamente cinco años, que eran todos los que Amirah llevaba en Sandrock.
Owen apretó la mandíbula y sus nudillos se volvieron blancos.
*Notas:
Tengo que deciros que el capítulo de la semana que viene es muy duro. Es hora de que tomes en serio las advertencias que figuran en la cabecera de los capítulos. Odio todo ese asunto de las etiquetas preventivas que ya nos ponen sobre aviso de lo que va a pasar, pero me inclino a advertirte de que, si padeces ansiedad cuando lees, quizá prefieras saltártelo. Lo dejo a tu criterio, pero quien avisa no es traidor.
En otro orden de cosas, tengo una lesión en el hombro que me ha dejado a solas con mi brazo izquierdo. No soy zurda, pero sí bastante cabezona. Espero que no se resienta la publicación semanal, aunque, si en algún momento ves que la fecha de publicación varía, será por esa razón. Editar esto me ha llevado cuatro veces más de lo normal y se me han engarrotado los dedos operativos. No es cómodo, pero mi intención es seguir intentándolo.
Lo peor es que posiblemente lleguemos a los 45 capítulos que ya tengo terminados antes de poder seguir escribiendo. Por esa razón, puede que hagamos alguna pausa al llegar a un punto tonto en el que ya lo tengamos todo resuelto y solo quede disfrutar de las tonterías…
En las capturas de hoy: Matilda saboteando nuestro cañón, que es justo lo que hace en el juego cuando se desenmascara.
