Capítulo 16

En el que todo apunta a que va a nevar, le guste a Nia o no

 

     —Nia, va a nevar.
     Es viernes y están las dos solas en el ascensor. Logan y Haru, que salieron hace un par de días hacia otro de sus trabajos, deberían haber regresado ya, pero ambas saben que no van a encontrarlos allí.
     —No. No puede nevar —responde Nia con esa terquedad que haría retroceder a un temporal—. Odio la nieve.
     Nia comprueba las siete aplicaciones del tiempo que tiene instaladas en el móvil.
     —Va a nevar —insiste Jamie, mirando sobre su hombro mientras trata de no reírse.
     —¡JA! —exclama triunfal—. ¿Ves? Esta dice que no va a nevar.
     Siempre hay al menos una que le dice lo que quiere oír, como que el temporal va a pasar de largo.
     —Una de siete y alertas por temporal en todo el país… ¿En serio? Nia, va a nevar.
     —No puede nevar, está todo listo, Jamie. Haru va a venir por primera vez a mi casa y si nieva no vendrá.
     —¿Por qué?
     —Pues porque, ya sabes, no debería estar lejos durante un temporal, por si lo necesitan, ya sabes.
     —Lo sé, pero no creo que vayan a necesitarlos durante un temporal —dice Jamie con absoluta seguridad—. No es como si se dedicasen a despejar carreteras, Nia. Creo que cualquier emergencia podría esperar a que el temporal amaine,  no van a poder coger un vuelo a ninguna parte. Además, teóricamente tendrán el fin de semana libre porque llegan hoy de un trabajo. Y si Haru está en tu casa podría quedarse allí hasta que todo pase.
     —Es verdad, podría quedarse —repite Nia en voz alta mientras piensa en eso—. Podría quedarse conmigo y es posible que en ese caso pudiese hacer la vista gorda ante un temporal de nieve… Ya sabes cuánto odio la nieve, Jamie.
     —Sí, lo sé muy bien —resopla Jamie—. Lo que no sé es cómo pasaste todo ese tiempo enterrada en Groenlandia.
     —Por tozudez. Y porque Johan Larsen dijo que no aguantaría ni dos semanas.
     Johan Larsen. Nia susurra su nombre como se susurra la lengua de Mordor en la Tierra Media cuando es inevitable pronunciarla.
     —Sí, eso me encaja.
     —¿Ya has hablado con Logan sobre el incidente? —pregunta Nia cambiando de tema.
     El incidente es como Nia llama a que Andy los pillase desnudos en la cama, con Logan tocando fondo, literalmente, dentro de ella. Desde entonces, Nia está insoportable. Mucho más de lo habitual. No hay día en el que el tema no aparezca y ella se ría, y ha pasado toda una maldita semana.
     —Sí. Hemos llegado a la conclusión de que es mejor optar por la naturalidad. Ya nos ha visto de la peor forma posible, así que solo queda ir a mejor.
     —Ese es mi lema, poner el listón a ras del suelo para que solo quede subir.
     —He visto a Andy todos los días y es casi peor que tú, pero eso lo hace más soportable. Quiero decir, no parece traumatizado ni nada. Me daba pánico haberle causado algún tipo de trastorno que, de adulto, le impida desnudarse delante de nadie. O justo todo lo contrario… No sé cómo va esto.
     —Claro que no lo sabes, los críos vienen sin manual de instrucciones. Menos mal que no usa pañales. A esas edades ya no los usan, ¿no?
     —Pff, Nia, tiene ocho años, joder. Hace una vida que no usa pañales…
     —Oye, yo que sé. No me interesan los entresijos de la maternidad.
     —Tienes cuatro sobrinos.
     —Pues siguen sin interesarme. No suelo hablar de pañales con ellos. Solo soy esa tía terriblemente atractiva y guay que aparece de vez en cuando y los soborna con regalos caros. Ellos no quieren que les cuente como me va la vida y yo no quiero saber si se cagan encima o dejaron de hacerlo hace una década.
     —Dios, eres lo peor.
     —Normalmente te daría la razón, pero no veo porqué debo estar al tanto de cosas de críos si no tengo críos. Con que lo sepan sus padres ya es suficiente. Y ahora tú vas a tener que hacer un master, porque en tu caso es como empezar un libro por la mitad saltándote todas las partes importantes que te llevan al meollo. Andy viene con todos los dientes puestos y preguntas increíblemente incómodas sobre follar. Por cierto, puedo responderlas por ti, si quieres. De nada.
     —Prefiero que no lo hagas. Y cuando digo que lo prefiero, quiero decir que estás vetada para responder cualquier pregunta que Andy haga.
     —Creía que el plan era afrontar las cosas con naturalidad…
     —Tu naturalidad hace que se me caiga el pelo de la cabeza y me salga en el pecho, Nia. No queremos que los servicios sociales se lleven a Andy después de haber perdido toda su melena prematuramente.
     —Está bien. Me gusta mucho su melena, ¿sabes?
     —A mí también.
     —¿Tanto como la de su padre?
     —Logan me ha pedido que me quede este fin de semana con ellos. En su apartamento —suelta Jamie, ignorando el comentario sobre la melena de Logan y mirando a Nia de reojo.
     Las puertas del ascensor se abren y Jamie agradece que la conversación vaya a terminar aquí. De momento. Sabe que Nia va a tener mucho que decir. Mucho de lo que burlarse. Todo tipo de consejos descabellados para evitar que Andy los vea desnudos de nuevo. Jamie ya puede imaginar al menos diez y todos hacen que se le arrugue la nariz.
     —Deberías quedarte y terminar lo que habéis empezado… ¿tres veces? He perdido la cuenta…
     —Eres una sabandija de la peor clase.
     —Recuerda llevarte algunos condones. Podéis enseñarle a Andy como se ponen…
     Joder.
     Joder.
     Joder, Nia, joder.


Haru le manda un mensaje de texto a medio día, confirmándole el fin de semana en su casa. Nia pierde otro lápiz cuando se despista con eso y se le cae a una solución burbujeante a la que trataba de añadir algo de sulfato amonio. El lápiz se desintegra en cuestión de medio minuto y hay un olor muy desagradable a metano.
     Recuento de lápices perdidos o destruidos: 246
     Nia ha bajado el ritmo desde que se ha relajado.
     El director Qi se abalanza sobre la solución y la vierte en el recipiente que tienen para deshacerse de residuos tóxicos peligrosos, y lo hace desaparecer. Una vez completado el proceso, vuelve a su escritorio lanzándole una mirada fulminante.

Por la tarde, se encuentra con Haru en el parking. Él resopla cuando ve su viejo y destartalado coche, y se sube con lo que parece un gesto escéptico que Nia aún no conocía hasta ahora. Todo empeora cuando Nia mete la llave en el contacto, el CD comienza a sonar a todo volumen y Haru descubre que no puede bajarlo ni extraerlo.
     —Está estropeado —declara Haru levantando las cejas. El gesto escéptico ha pasado a ser incredulidad total. No se cree que vaya a tener que ir en esa chatarra escuchando esa mierda, dicen sus ojos.
     —¡¿Qué?! —grita Nia, elevando la voz por encima de la música.
     —¡Digo que está estropeado! —repite Haru gritando también.
     —¡Sí!
     —¡¿Desde hace cuánto?! —pregunta.
     Porque Haru empieza a conocer a Nia y eso lo lleva a conocer también algunas de sus peculiaridades. Y la palabra peculiar adquiere un nuevo significado cuando se trata de Nia —eso es algo que ya ha aprendido—. 
     —¡Desde hace un tiempo! —responde Nia vagamente, concentrándose en sacar el coche del parking.
     Cuando se incorporan al tráfico, Haru descubre otra cosa nueva: Nia conduce como una perturbada que se está fugando de un sanatorio mental. Y no solo porque no tiende a tener en cuenta lo que van a hacer los otros coches o porque ignora la mitad de las señales; a parte de todo eso, Nia usa el claxon a medida que su indignación al volante aumenta, lo que también la lleva a gritar y maldecir y a hacer gestos obscenos al resto de los conductores. Todo, con la música elevada a la máxima potencia.
     —¡¿Desde hace cuánto?! —pregunta Haru de nuevo, tratando de hacerse oír por encima de todo ese infierno.
     —¡Cinco años!
     —¡¿Cinco años?!
     —¡Ahá!
     —¡¿Has ido en este coche, así, cinco putos años, Nia?!
     —¡Como lo oyes!
     —¡No lo oigo, Nia, eso es parte del problema! ¿¡Por qué no lo has arreglado?!
     —¡Porque me encanta este CD!
     Le encanta este CD, claro. ¿Por qué si no?
     —¡Y qué coño estoy escuchando?!
     —¡Baby Metal, por supuesto!
     —Por supuesto.
     Es el viaje de cuarenta minutos más largo de su vida.
     Haru se agarra a dónde puede mientras piensa que nunca ha pasado tanto miedo, ni siquiera cuando le disparan, tratan de apuñalarlo o lanzarlo por la ventana de algún edificio alto. 

Cuándo llegan a su casa ya ha comenzado a nevar.
     —Vas a quedarte atrapado aquí conmigo hasta el domingo, lo sabes, ¿verdad? —dice Nia mientras sale del coche.
     —Aún estoy a tiempo de cambiar de idea, pero cogería el metro para volver. No subiré a este coche nunca más —a Haru casi le cuesta hablar sin gritar, y cree que podría estar ligeramente mareado.
     —Eres un exagerado y un poco miedica, Haru. No me lo esperaba de ti.
     —Solo trato de aferrarme a la vida todo lo que puedo, y tú me lo estás poniendo muy difícil —dice, aún dentro del vehículo, con los ojos cerrados y el ceño fruncido.
     Nia saca su bolsa del maletero y se la lanza cuando Haru logra ponerse de pie de nuevo.
     —Se te pasará cuando veas la bañera, guapo.
     Se detienen en la puerta de la entrada y Haru mira por primera vez a su alrededor.
     —Joder, Nia, ¿vives aquí y conduces ese pedazo de chatarra? No me lo puedo creer —dice con un asombro muy justificado.
     —Ese pedazo de chatarra me ha acompañado a muchos sitios durante mucho tiempo. Siento más aprecio por él que por la mayoría de las personas.
     Entran a la casa y Nia le hace un recorrido para mostrársela. Haru silva cuando llegan al baño y ve la bañera.
     —Hostia puta… ¿Cuánto te dieron por esa indemnización?
     —Diez millones de dólares. Ahora puedo vivir en esta casa, y no en un apartamento con ascensor.
     —¡JODER! ¡¿DIEZ MILLONES?!
     Haru es una de las pocas personas que sabe lo que pasó en Groenlandia con Johan Larsen. Estaba allí. Él limpió ese desastre junto a Logan y los demás. El mismo día que cogió el iPod de sus manos temblorosas. Temblorosas de ira y miedo, setenta/treinta. Cuando Nia pensaba en Johan Larsen, aún se ponía roja de rabia y su destino, inmolado en las mismísimas llamas del infierno, no le parecía lo suficientemente malo para lo que le hizo pasar, ese maldito capullo, en los diecinueve meses que estuvo en Groenlandia.
     —Diez —repite.
     —Y te compraste una mansión palaciega de dos plantas porque no tenía ascensor y, sin embargo, subes cien plantas a diario.
     —Bueno, gracias a ti ya no las subo tan a menudo… ¿Dejarías que te lo compense con un baño compartido? Hay cosas que puedo hacerte dentro de esta bañera, ¿sabes?
     —¿De qué tipo de cosas estamos hablando?
     —Del tipo de cosas que no le contarías jamás a tu madre.
     —Llénala —le ordena, dejando caer su bolsa al suelo.
     Su voz suena ronca y Nia puede escucharlo pensar en todas esas cosas y añadir algunas otras. Nia lee todo eso en la oscuridad que se traga el iris azul profundo de sus ojos.
     Después de esa tarde, Nia nunca, nunca, nunca volverá a ver esa bañera de la misma forma.
     También descubre que puede sentirse más sucia al salir que al entrar.


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