En el que se decora y se acude a una cena de Navidad dos días antes de Navidad
Al día siguiente Logan, Haru, Nia,
Jamie y Andy van a casa de Nia con el árbol que quiere poner en su salón. El
primero de los tres que tienen por delante. Andy y Logan no habían estado allí
antes, y el niño pasa mucho tiempo señalando posibles escondites geniales y
lamentando no vivir allí. Logan, por su parte, pasa mucho tiempo alegrándose de
no vivir allí y tener que buscarlo cada vez que necesitase esconderse, que
sería todo el rato, y asombrándose de la pericia de Andy para reconocer un buen
escondite —también le resulta inquietantemente alarmante, pero el crío es demasiado
listo, no debería sorprenderse por eso—. Andy aún está un poco molesto porque
no lo incluyeron en las compras, pero se le pasa cuando Jamie le explica que no
podía estar presente cuando eligieron sus regalos.
—¿Ya sabe quién compra sus regalos? —le pregunta Nia a Logan extrañada.
—Oye, estoy aquí, puedo responder a cualquier pregunta, ¿sabes?
—responde Andy airado.
—¿Cuánto es doce por doce?
—Esa es para Haru, que es el listo. Yo no soy tan listo como él, pero
soy lo suficientemente listo como para saber que Santa Claus no existe y que
mis regalos los compran ellos —explica Andy muy serio, cruzándose de brazos y
apuntando con la nariz muy arriba, hacia Logan y Haru.
—Vaya —dice Nia.
—Haru, ¿cuánto es doce por doce? —susurra Andy.
—Ciento cuarenta y cuatro —contesta él sin pensar.
—Bien —asiente satisfecho el niño—, te creo.
—Entonces, ¿ya no escribes lo que quieres en una carta?
—Eso es para niños, Nia, tengo ocho años.
—Ah, entiendo.
—En ese caso… ¿no colgamos los calcetines nuevos? —pregunta Haru.
—¿Tenemos calcetines este año?
—Sí, todos tenemos uno. Queríamos colgarlos los cinco juntos, ya sabes.
—Bueno, podríamos hacerlo. No me opongo a llenar algunos calcetines con
regalos —dice el niño tratando de restarle importancia al asunto. No le sale
bien, porque sus ojos han comenzado a brillar como faros en cuanto escuchó la
palabra “calcetines”.
—Nunca se es demasiado mayor para lo de los calcetines, Andy —dice
Jamie—. Ni para todo lo demás, en realidad. Mientras a ti te apetezca.
—Supongo…
—Y bueno, ayer fuimos a por los árboles, que es la parte pesada —dice
Logan—, pero te hemos esperado para la divertida, que es adornarlos.
—Está bien, pero en casa no tenemos árbol…
—No es como este porque no cabe en el apartamento, pero tenemos uno para
el rincón del salón.
—¿En serio?
—Completamente. Con luces y todo.
Andy sonríe y Logan se alegra de haber comprado el árbol plegable que dejó
sin desembalar en el mismo rincón que ocupará cuando esté montado.
Decorar el de Nia es fácil, solo
deben seguir sus instrucciones. Haru trabaja subido a la escalera y Logan se
encarga de la parte de abajo con Andy, que está entusiasmado.
El segundo es el del complejo.
—¡JA! —exclama Justice— ¡Te dije que no cabía!
Es cierto, el árbol es demasiado alto y se curva contra el techo en la
punta.
—Dóblalo un segundo —dice Nia mirando a Logan.
Logan lo dobla y Nia sube a la escalera con una cizalla, que sacó de una
caja de herramientas de Jamie, y corta la punta que no encaja. Nia siempre es
una mujer preparada para todo.
—¡Nia! —grita Justice.
—Ale, ¿ves como sí que cabe? Te ahogas en un vaso de agua, Maurice…
Justice mira estupefacto a todos y los demás se encojen de hombros.
—¿Te llamas Maurice? —pregunta Andy.
—Oh, sagrada mierda —maldice Justice resoplando.
—¡Oye, ese lenguaje, que soy un niño! En serio, ¿te llamas Maurice y lo
cambiaste por Justice?
Nia se ríe, los demás intentan no hacerlo, Justice maldice otra vez —en
voz muy baja— y Heidi le da una palmadita en el brazo que les recuerda un poco
al toque materno de Doris, aunque se les pasa cuando recuerdan lo que esos dos
hicieron en los aseos de la cafetería de Doris.
Cuando tratan de poner los adornos se desata un infierno. Justice quiere
guirnaldas de palomitas y arándanos. Unsuur quiere los de madera. Justice
quiere la estrella en la punta. Unsuur el ángel. Grace se masajea las sienes
pensando desesperadamente en huir a una playa de Hawaii a beber margaritas y a
tomar el sol. Nia trata de convencerla para hacer exactamente eso, pero después
de las navidades.
El tercero es el del apartamento de
Logan y Andy.
Para entonces, los cinco están ya cansados y un poco aburridos de
enrollar tiras de luces de colores y, más aún, de desenredarlas antes de llegar
a eso.
Han colgado los calcetines en una repisa y Jamie piensa que quedan
geniales todos juntos.
A Jamie tampoco le gustan las
navidades. Generalmente, solo las soporta por no amargárselas a Nia. En su
momento, cuando se quedó sola, pasó algunas con la familia de Nia, que es muy
numerosa —por decirlo de alguna forma—. La sensación era mala, no por la
familia de Nia, sino porque no se sentía cómoda con ninguna familia que no
fuera la suya. En casa de Nia, por mucho que sus padres y hermanos se
esforzaran por demostrarle lo contrario —y eso lo hacía aún peor—, ella seguía
sintiéndose como una invitada. Este año se siente, por primera vez, como parte de algo. Andy le había
dicho que eran una familia de huérfanos que no tenían a nadie más.
Jamie cree que puede encajar muy bien en ese esquema.
Y este año Nia no va a pasar las navidades con su familia porque ha
decidido pasarlas con Haru. Aún no le ha dicho nada, pero Jamie lo sabe porque
la conoce desde que llevaban pañales. Jamie quiere devolverle a Nia un poco de
todo lo que ella siempre le da en esta época —aunque Jamie no lo aprecie como
es debido, proviene de la mejor de las intenciones—, así que está en la cocina
común preparando cantidades ingentes de ponche de manzana y canela. Cuando Nia
aparece, siguiendo el olor hasta allí, Jamie ve una lágrima solitaria que se desliza
por su mejilla.
Nia no llora nunca. Ni siquiera cuando ese perro que tenía de niña —Jamie
es incapaz de recordar su nombre— murió atropellado en la puerta de su casa
mientras cruzaba la calle, a toda pastilla y sin preocupaciones, para saludarla
cuando ambas regresaban de la escuela.
—¿Estás haciendo ponche? —dice secándose la lágrima y tratando de
camuflarlo como puede—. Pareces un ama de casa de los años cincuenta, Jamie.
¿No tienes un delantal con puntillas?
—Ya me lo agradecerás cuando todo huela a esta mierda.
—Ya huele todo a esta mierda. Es el olor lo que me ha traído
directamente hasta aquí.
—Es la receta de tu madre.
—¿Has llamado a mi madre?
—Joder, ya te digo. No he hecho ponche en mi vida y sé cuánto te gusta
este.
—¿Estás haciendo este ponche para mí?
—Pues claro, idiota. Sé que aunque finjas que no te importa, te gusta
pasar las navidades en tu casa. Aun no entiendo cómo es posible que te quedes,
solo te las perdiste cuando estabas en Groenlandia.
—Quería estar con Haru.
—Sí, sí, eso ya lo he deducido yo sola.
—Me gusta.
—No me digas…
—Mucho.
Jamie echa otro lote de manzanas a la olla y chisporrotean junto con las
especias, aumentando el aroma reconfortante que Nia necesita que viva bajo su
piel y le supure por cada poro. Ni todo el ponche del mundo servirá para que no
piense en su madre despertándola la mañana de Nochebuena pasando el aspirador
tres veces por cada recoveco, en que no va a estar para ayudar a su padre a
bajar la vajilla buena del ático o en la competición de juegos de mesa con sus
cuatro hermanos, sus sobrinos, su tío y su abuela. Pero Jamie puede hacer esto
por su terca amiga enamorada, y que Haru se prepare si alguna vez debe entrar
en esa casa durante las fiestas… Si es capaz de sobrevivir a la familia de Nia,
ya no habrá nada que los separe.
—¿En una escala del uno al diez…?
—Un veinte.
—Un veinte, ¿eh?
—Puede que más, pero no tanto como tú ahora mismo.
Jamie y Nia se fueron de compras
algunos días antes de todo el asunto de los árboles. Nia quería vestidos nuevos
para la fiesta de Navidad de Trudy. Jamie quería algo que ponerse, porque no
tenía nada —nada que no fuese lo que se pondría para una cita, arreglada pero
no para una fiesta—. Generalmente, a Jamie no le gustaba demasiado ir de
compras con Nia. Decir que podía convertirse en una pesadilla era quedarse muy
corto. Sin embargo, habían ido y habían vuelto, y lo habían hecho cumpliendo
objetivos. Las dos tenían vestido, zapatos y hasta bolsos.
Se miran en el espejo de la casa de Nia, dónde Nia había insistido en
arreglarse para tener más intimidad, y a Jamie le gusta lo que ve. El vestido
de Nia es un palabra de honor dorado y brillante, exactamente un reflejo de lo
que Nia es cuando puedes verla en todo su esplendor —se recomiendan gafas de
sol—. El de Jamie es verde, a juego con sus ojos —dijo Nia—, entallado en los
lugares convenientes y dejando toda la espalda al descubierto. En la tienda le
parecía mucho descubierto. Hoy, delante del espejo barroco de
vaya-usted-a-saber-cuantos-mil-dólares de Nia, es perfecto.
—Logan se va a caer de espaldas —dice Nia con su sonrisa traviesa
puesta. Jamie está esperando el comentario obsceno que va a seguir a esa
frase—. Lo destrozará en cuanto volváis al apartamento. Puede que ni llegues a
salir del ascensor con él intacto.
Nunca falla.
—Diría lo mismo del tuyo, pero sé que el que no va a salir intacto del
ascensor es Haru, no tu vestido. Procuraremos regresar por turnos. Me pido el
primer viaje, porque no quiero subir detrás de vosotros.
Nia hace ese gesto vago con la mano tan suyo, el que descarta cualquier
cosa que dice la persona con la que habla sin necesidad de hablar ella misma,
como si el acto en sí de replicar le produjese una pereza extrema y ya
estuviese aburrida del tema que ella misma ha sacado. Jamie la sigue hasta la
cocina, dónde Nia se hace con dos copas de cristal y las llena de vino blanco.
—No me gusta el vino —le dice cuando su mejor amiga le tiende una de las
copas.
—Pues te lo bebes y te callas, coño. Mira que eres rancia. Iremos a esa
fiesta y como te vea una cerveza en la mano te la meto por el…
—Lo pillo: nada de cerveza si nos vestimos así.
—Son las reglas, Jamie, yo no las hago, pero por los delicados mofletes
del culo del mismísimo Niño Jesus, me aseguraré de que se cumplan.
Nia insiste, además, en llegar un
poco tarde para hacerse esperar y crear un efecto óptimo. Y debe tener razón,
porque cuando entran y los ojos de Logan se posan, primero en los suyos y
después en su vestido, puede escuchar como su mandíbula se desencaja desde
donde está y con todo el sonido de fondo que puede crear una fiesta bastante
concurrida. Logan y Haru, están juntos, ambos vestidos con trajes en negro
sobre negro, a excepción de la corbata de Haru, que es azul. Andy lleva un
traje similar al de ellos pero con pajarita en lugar de corbata, camisa blanca en
lugar de negra y pantalón corto. Debajo de su chaqueta asoman unos tirantes y
Jamie piensa que es el chico más guapo de la fiesta, aunque no se lo va a decir
porque está en ese momento en el que los cumplidos comienzan a incomodarlo
bastante. El niño juega distraídamente con Jasmine, que parece una princesa
Disney y está demasiado adorable.
Jamie y Nia ya conocen a muchas de las personas que están allí, como a
Owen y a su novia embarazada, Amirah —que a pesar de la prominente barriga, está
espectacular— y que ha traído a su hermano, Arvio —que parece un auténtico
pelmazo y se confirma a los cinco minutos de que se lo presenten—. También está
el director Qi y el doctor Fang. O Hugo, que es la pareja de Trudy y el padre
de Heidi, que ha venido con Vivi, su madre —madre de Hugo, abuela de Heidi—.
Unsuur trae a Venti, su novia a la que nadie conoce —nadie lo imaginaba
teniendo una novia pero, BOOM, ahí están y ella tampoco parece parpadear—. Les
presentan a los padres de Elsie y ven como ella sale corriendo en dirección
contraria y los evita toda la noche, mientras se comporta como una niña a la
que están a punto de pillar fumándose un cigarrillo a escondidas. Rocky y
Crystal son una pareja bastante excéntrica que tiene un hijo que chupa con
reverencia todo lo que cae en sus manos —Jamie lo pilla justo antes de que se
meta uno de los enchufes de las luces del árbol, que ha sacado sin que nadie
reparase en él—. Jane, la profesora, que no está en clase y procura ignorar
deliberadamente a cualquier menor de veintiocho y a Arvio. Zeke y Mort, su padre,
que debe tener mil años —nadie sabe exactamente a qué se dedican, pero ahí
están—. Rian y Dan-bi, que parece que llevan semanas sin dormir o que se drogan
severamente —Jamie y Nia no se deciden por una de las dos opciones—. Burgess,
que trabaja con Dan-bi en el departamento de recursos humanos y que grita como
una niña cuando descubre que se ha tomado sin querer dos ponches con alcohol
pensando que no llevaban alcohol. Ernest, que trabaja para la prensa y está
haciendo un reportaje. Catori, que es una inversora y Pablo, que es estilista y
gran amigo de todas las chicas de la fiesta. Wey y Mi-an trabajan en la misma
planta que Jamie, pero en diferentes proyectos —Wey es el jefe de Jamie—. Y
Jensen, que bebe moderadamente en un rincón y solo habla de trenes. Grace está
en el sitio desde dónde se controla todo el salón y Justice se pasea con Heidi
saludando a todo el mundo como si los conociese, para después admitir que no
conoce a casi nadie. Sirviendo bebidas hay una IA llamada Rosy, que puntúa a la
gente del uno al diez hasta que Justice —un dos— la amenaza con desconectarla.
También está Fowler.
Nia debería haberlo pensado, Fowler
trabaja en el edificio. No lo ha pensado. No lo ha pensado, principalmente,
porque no ha vuelto a pensar en el ridículo hombrecillo desde que salió aquel
día del laboratorio de la octava planta. Pero aquí está, con su sonrisa de
ratita traicionera, su tupé repeinado y bañado en gomina, sus gruesas gafas de
pasta y una barba de cinco días que, probablemente, él piensa que lo hace
parecer un actor de una película de acción. No parece el actor de una película
de acción, aunque quizá podría decirse que tiene el aspecto del personaje
irritante que es el primero en morir. Tiene el aspecto de alguien que intenta
—de forma desesperada— parecer interesante, pero que solo consigue parecer un
tipo que está sobrio un día y borracho los cinco siguientes. Tiene el aspecto
de ser el tipo que te presentan en una fiesta de Navidad y olvidas al instante,
casi antes de que haya desaparecido de tu vista.
Un encuentro desafortunado, que lo es aún más cuando Fowler se dirige a Nia
y la envuelve en un torpe e inesperado abrazo. Nia puede percibir en Fowler la
desesperación con la misma claridad con la que percibe el alcohol en su
aliento.
Siempre tiene que haber un parásito que se alimenta de los demás. Que
finge que trabaja y que tiene sus propias ideas mientras las roba a otros
descaradamente. Fowlder se subió a ese barco y se cayó por la borda el día que
Nia ascendió —literalmente—. Sin ideas geniales que robar, Fowlder navega a la
deriva en los detritos de una vida que, ahora, a ella se le antoja tan lejana
que ni siquiera la considera como suya. La antigua Nia estaría más que
satisfecha bañando al hombrecillo en su mediocridad. La nueva Nia puede
albergar un poco de lástima por él. Pero solo un poco, algo breve que dura dos
milisegundos y desaparece enseguida sin dejar ni rastro.
—Qué subidón, ¿eh? —dice Fowlder, en un intento de broma dónde mezcla su
ascenso en los ambos sentidos y puede, piensa Nia, que también incluya una
referencia secreta a algún tipo de
sustancia que ha tomado y hace que sus pupilas se vean enormes tras los
cristales de sus gafas. Fowlder está sudando y Nia no solo lo sabe porque ve
esa repugnante pátina brillante resbalando por su piel, lo sabe porque ha
dejado una buena parte en sus mejillas cuando la ha abrazado. Y está tan
absorta en ese detalle que se sobresalta al sentir un brazo familiar sobre sus
hombros.
Haru está mirando a Fowlder con el ceño fruncido, a juego con el de Nia.
Lo mira como quien mira a un insecto molesto y desagradable, porque Nia le
habló de él y, aunque no se lo han presentado, ya lo ha reconocido.
—Ya sé que no necesitas que nadie te rescate de un compañero de trabajo
viscoso que te trató como a una mierda y te robó el mérito de todo lo que
escribiste en tu pizarra —dice Haru sin dejar de mirar a Fowlder—, pero vengo
igualmente a sacarte de aquí, si quieres acompañarme.
—Sí que quiero —contesta ella sin pensarlo, mientras los ojos de Fowler
alcanzan su tamaño máximo y su boca se abre hasta dejar al descubierto algunos
empastes.
—No digas nada —le advierte Haru—, solo lo vas a empeorar.
Fowler cierra la boca, se da la vuelta y se va.
—¿Estás bien? Te has puesto roja como cuando te cabreas un diez en una
escala del uno al diez —dice Jamie cuando regresa junto a ella, aun con el
brazo firme de Haru sobre sus hombros.
—¿Qué te he dicho sobre beber cerveza con ese vestido?
—Te he ignorado, como hago siempre. ¿Quién era ese?
—Nadie —responde, quitándole la cerveza de la mano y terminándosela de
un trago.
Nadie. Y es verdad.
Casi a media noche, Justice y Heidi
se unen a ellos en su rincón del enorme salón. Están acalorados y el pelo de
ella, aunque es corto, se ve revuelto y desordenado. Justice lleva la bragueta
abierta y la camisa arrugada. Jamie y Nia se miran y se ríen.
—Dime que no habéis jodido en alguna de sus mil camas —le reprocha Logan
cuando las tres mujeres van camino de la barra a por algo de beber.
—Solo hay dos y, lo creas o no, soy algo más educado que eso. No crecí
en un establo, ¿sabes?
—Ah.
—Aunque puede que hayamos roto una estantería de su armario de ropa
blanca.
—Oh, por el amor de Dios…
Resumen de la fiesta: Burgess, que se
emborrachó —puede que de forma psicosomática o no— con sus dos tazas de ponche,
terminó vomitando bajo el árbol y sobre algunas cajas de regalos que,
afortunadamente, solo eran de adorno. Quedó sellado al micrófono del karaoke en
un momento dado y Dan-bi y Rian tuvieron que arrancárselo. Al principio lo
utilizó para cantar. Después para llorar agradeciéndoles a todos la mejor noche
de su vida. Alguien —fue Pablo— le lanzó una pera en almíbar, que le dio en la
frente y al rebotar terminó dentro del tupé de Rian —que era bastante más
grande que el de Fowlder pero con mucha menos gomina—. Eso fue solo medio minuto antes de que lo bajasen del pequeño
escenario. Arvio también trató de cantar pero duró arriba mucho menos que
Burgess —concretamente dos minutos y medio—. Nadie encontró más peras en
almíbar para él. Cooper y Hugo tocaron un buen rato. Juntos formaban un dúo
llamado Coogo —COOper/huGO—. Luego riñeron casi el mismo rato que habían tocado
porque Cooper había convencido a Hugo que su parte del nombre debía ir detrás
de la suya. Hubo un pequeño fuego —puede que no fuese tan pequeño y que a la
mañana siguiente a todos les oliese el pelo a hoguera, pero nadie salió herido—.
Unsuur y Venti bailando eran en sí mismos un espectáculo del que nadie podía
apartar los ojos —por estrafalario y quizás un poco obsceno, de una forma rara
que al mirar hace sentir como si se estuviese presenciando los preliminares de
dos babuinos sin sentido del ritmo, del decoro o del ridículo—. Owen y Amirah
también desaparecieron y regresaron bastante tiempo después, despeinados y
sudorosos y con partes de su ropa fuera del lugar que les correspondía en un
principio. Nia le tiró ponche a los ojos a Arvio cuando trató de ligar con ella
a pesar de que estaba bailando con Haru, y también a Fowlder, cuando trató de
congraciarse con ella a pesar de que ella lo rechazó. El ponche resultó ser
mucho más pernicioso sobre los ojos que dentro del estómago de Burgess. La
primera vez —Arvio—, Nia ignoraba los efectos nefastos. La segunda vez
—Fowlder—, no. Afortunadamente había un médico en la sala.
De regreso, Nia y Haru pasan dentro del ascensor mucho más tiempo del
debido.
Jamie y Logan se precipitan al interior del apartamento, aprovechando
que Trudy se llevó a Andy junto con Jasmine cuando se fueron, bastante más
pronto que todos los demás. El número de condones que Nia diseminó en su día,
sigue descendiendo a un ritmo más que saludable.
La mañana de navidad, todos desayunan
en el apartamento de Logan y Andy para abrir sus regalos. Jamie y Logan le
regalan a Andy un kit de robótica muy completo que Jamie ha organizado. Andy
encuentra un vale en su calcetín porque, evidentemente, algo así no cabe en su
calcetín. El kit está bajo el árbol, junto al resto de los regalos grandes. No
es un kit para niños, pero Andy le va a sacar mucho más partido que cualquier
adulto. Nia y Haru le han comprado una consola para que practique y arrastre a
Justice por el suelo en la sala común. La consola viene con letra pequeña en
cuanto a gestión de tiempo, pero Andy no le da demasiada importancia a eso. De
momento. Jamie le regala a Logan un revolver, grabado y modificado por ella
misma. El regalo es todo un éxito. Haru recibe libros —muchos— de parte de Jamie
y Logan y algunos materiales raros que ella sacó del laboratorio y que Haru
convertirá en algo que hará explotar en alguna parte. Nia le ha regalado un
cuaderno de piel con una estilográfica grabada —Haru le puso un límite en
cuanto a lo que podía gastar en él y ella lo ha respetado, aunque
regañadientes—. Haru le regala a Nia un camafeo antiguo que lleva dentro un diminuto
corazón rojo de papiroflexia. Hay una inscripción entre los pliegues que Nia no
comparte, pero se le ponen los ojos vidriosos y lo abraza muy fuerte y mucho
rato —mucho más del recomendado cuando estás en compañía de otras personas— y
le asegura que le encanta. Todos la creen. Haru también le ha comprado a Nia
dos billetes de avión para pasar fin de año con su familia. Ella protesta
porque él ha traspasado sus propios límites, pero es una protesta un tanto
floja y sin sentimiento. Jamie se pregunta si Haru sabe a lo que se expone viajando
a la casa familiar de Nia para terminar las navidades. En silencio, espera que
Nia le haya hablado de su familia. Logan le da a Jamie la llave del apartamento
y le pide que se mude. Le dice que no ha encontrado nada que le diga lo
especial que es para él y que solo sea un regalo de Navidad. O lo que es lo
mismo: nada que no pueda aterrorizarla diciendo “quiero pasar el resto de mi
vida contigo” —eso, obviamente, no se
lo dice—. El anillo está en el bolsillo interior de su chaqueta de cuero, sobre
su corazón, y esperará, como hacen las personas normales y racionales. También
espera que le de suerte y que lo lleve de regreso a casa sano y salvo cuando
tenga que marcharse para hacer lo que debe hacerse.
Jamie no lo abraza, pero lo mira de esa
forma y cuando recoge la llave, sus manos se tocan y la de ella tiembla.