4.
El cazarrecompensas
Al cuarto día, Jamie conoció a Bronco.
Cada noche, cuando Andy se quedaba dormido, Jamie trabajaba un par de horas. Luego se metía en la cama y dormía otras cinco o seis —más de lo que había dormido desde que llegó—. Antes del amanecer, se levantaba, retiraba los materiales refinados y ponía en marcha las máquinas de nuevo.
Esa noche, la tercera, había dormido en la habitación de Andy. Él se lo pidió y ella aceptó, así que no se había levantado a trabajar por miedo a que él despertara y no la encontrase allí. En cualquier caso, tampoco importaba, porque a partir de ahora tendría las mañanas enteras para recuperar el ritmo mientras Andy estuviera en clase.
No había tenido pesadillas. Al menos, no unas que lo despertaran o lo inquietaran demasiado. Había llamado a Logan, pero eso también lo había hecho las noches anteriores. A veces lo llamaba mientras ella aún estaba tumbada a su lado, o ella lo escuchaba hacerlo desde su habitación. Ahora Jamie tenía el sueño bastante más ligero que antes, que ya era decir. Siempre mantenía un oído atento al crío, por si la necesitaba.
Andy dormía completamente desmadejado en la cama, con la pierna escayolada doblada bajo la otra. Tenía marcas de las sábanas en la cara y los brazos levantados por encima de la cabeza, que flexionaba al límite de lo excesivo, adoptando una torsión general absolutamente inhumana. Respiraba con la boca abierta, emitiendo un suave ronquido. En ese momento, podría competir con cualquiera de los tres gatos del pueblo por la posición más imposible e incómoda.
—Arriba, bandolero —lo llamó, haciéndole cosquillas en los dedos del pie que escapaban del yeso.
Se había ido secando el día anterior durante su excursión al cementerio, y la arena se había adherido a la superficie, mezclándose con el paisaje circundante. Andy movió los dedos, abrió los ojos y se frotó la cara. La miró fijamente y luego escondió la cabeza bajo la almohada, haciéndola sonreír: era justo lo que ella misma hacía cuando no quería levantarse.
—¿Qué hora es? —preguntó con la voz amortiguada—. ¿Puedo quedarme mientras preparas el desayuno?
—El desayuno ya está a punto. Y mira lo que tengo aquí —dijo, golpeando el suelo con sus muletas nuevas—. ¿Listo para empezar las clases?
—No —protestó, intentando darse la vuelta.
—Vamos, es hora de estrenarlas.
Una vez que todo estuvo en marcha aquella mañana, ella se había dedicado a improvisarle las muletas. Lo que empezó como un simple boceto para que el crío pudiera moverse, terminó siendo un diseño todoterreno e indestructible, a prueba de Andy. Aquellas muletas de aleación sobrevivirían incluso a una caída por el barranco de Shonash —y Jamie rezaba fervientemente para no tener que poner esa teoría a prueba—.
Pensando en la propensión de Andy para los desastres y en la conversación que tuvo con Trudy sobre fortificar las cosas peligrosas, Jamie había planeado una reunión con Heidi. Salía de su oficina con una cita para esa misma tarde, cuando distinguió su rocambolesca figura.
Un hombrecillo pequeño y singular, cargado con una mochila tres veces más grande que él. Un personaje estrambótico y malhumorado, de mirada desalineada y errática, que estaría encorvado sobre Jasmine de ser más alto que ella —en honor a la verdad, puede que fuese un poco más alto, aunque era difícil centrarse para comprobarlo—. Jasmine no parecía muy contenta. Fruncía labios y ceño y apretaba los puños, aferrándose con absoluta determinación a su vestido, que comenzaba a arrugarse. El señor Oso se meneaba en su espalda y parecía tan irritado como ella.
—No deberías correr por ahí a esa velocidad, jovencita —le estaba diciendo el hombrecillo, muy enfadado—. Es de mala educación.
—¿Pero cómo se supone que voy a entregar el correo a tiempo si no corro? —preguntó ella, seguramente repasando de memoria todas las ordenanzas municipales en busca de alguna que dijese que no podía correr así.
Jamie lo miró con asombro. No tanto por lo que estaba viendo, sino por la similitud detallada del disfraz de Andy. Y fue en ese momento en el que realmente se dio cuenta de lo cerca que había estado el niño.
Desconcertada, perpleja, pasmada, estupefacta, atónita y tremendamente impresionada. Joder. Incluso Andy había conseguido una presencia más imponente que la realidad de aquel tipejo. Un tipejo que ya se estaba poniendo realmente grosero con Jasmine, a quien estaba tratando de arrestar. Grosero hasta cruzar los límites de lo permitido, decidió, acercándose, cogiéndolo por la nariz con el pulgar y el índice, y apretando con ganas.
—No creo que tengas autoridad para arrestar a un menor.
El hombrecillo, Bronco el Niño, se soltó de su agarre con una sacudida impaciente de cabeza y la miró fijamente.
—¿Quién te crees que eres para interponerte así ante la ley y el orden? —exclamó molesto, frotándose la nariz.
—Soy Jamie. Creo que, en realidad, no tienes autoridad para arrestar a nadie aparte de los dos forajidos, que no están aquí —añadió.
—Ah, sí, Jamie —dijo, pensativo, arrastrando su nombre antes de torcer la boca en una mueca de desagrado—. Eres esa constructora, ¿no? La que da cobijo al pequeño rufián usurpador de identidades. Ya que estás aquí, me gustaría hablar con ese mocoso inmediatamente.
—El sheriff le tomó declaración ayer, y puedes hablar con él de cualquier cosa relacionada con el asunto.
—El asunto, ¿eh? ¿Así lo llamáis aquí?
Su papada se movía tan frenéticamente como sus ojos, que no dejaban de vigilar a Jasmine. La niña, que cambiaba el peso de un pie a otro, parecía a punto de salir corriendo en cualquier momento. Y probablemente lo habría hecho de no ser porque aquel desdichado se lo había prohibido, y ella siempre obedecía.
—Habla con el sheriff. Si te veo cerca de los críos —le dijo al tipo, apuntándolo con el dedo índice y sintiéndose un poco como el mismísimo ministro—, te arrancaré la nariz de la cara.
Las palabras encontraron algún hueco dónde anidar cuando le entraron por las orejas, ya que lo vio palidecer y por un momento se quedó muy, muy quieto, la boca entreabierta, mostrando una hilera irregular de dientes torcidos.
El cazarrecompensas se desinfló considerablemente. A Jamie le recordó a la masa de un pastel que intentó preparar hace mil años, en Fuerteviento. Abrió el horno antes de tiempo, la mezcla se vino abajo y la tuvo que tirar a la basura. Los ojillos del hombre, antes furiosos, ahora parecían los de un cachorrito de una especie al borde de la extinción. No debía resultar fácil intimidar a alguien con ese aspecto.
Casi sintió lástima por él.
Pero al final no.
Se lo encontró a lo largo de todo el día mientras iba de un sitio a otro: recogiendo comisiones, entregando comisiones… En su camino a las ruinas que había bajo la chatarrería de Rocky, hablando con Rocky.
No pudo evitar reírse cuando el hombretón lo agarró de la pechera, levantándolo a él y a su mochila sin ningún esfuerzo, dejándolos exactamente a la altura de sus ojos —y eso era mucha altura si de Rocky hablamos—. En ese momento, Bronco se quedó flácido, como un gatito recién nacido cuando su madre lo coge del pescuezo, y Jamie temió que se orinase en los pantalones.
Rocky lo soltó antes de que sucediese, amenazándolo con tres formas distintas de hacerlo desaparecer de la faz de la tierra. Una incluía machacarlo hasta volverlo tan pequeño como invisible.
A Rocky no le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer ni cómo tenía que hacerlo. Tampoco le gustaba que un desconocido viniese con tonterías. En realidad, había muy pocas cosas que a Rocky le gustasen, y Jamie agradecía poder contarlo como un buen compañero con quien sudar codo con codo.
Ese era el idioma de Rocky: el sudor… y, si lo consideraba necesario, la sangre.
Cuando alguien que no lo conocía hablaba con él —como era el caso de Bronco ahora—, lo hacía sin darse cuenta de que estaba bailando sobre el filo de su navaja, sin saber nunca hacia qué lado iba a caer: el del sudor o el de la sangre.
El sudor rubricaba una amistad de por vida, forjada en las fraguas del esfuerzo mutuo. Solo ese tipo de personas le interesaban a Rocky.
La sangre, por el contrario… Bueno, si Bronco decidía volver a molestarlo, lo sabría de primera mano.
Y si no, siempre podía preguntarle a Yan. Ese sibilino y viscoso saco de mierda podía contarle muchas historias de sangre que hablaban de Rocky… y de él.
Pasó a su lado saludándolo con una sonrisa abierta que él le devolvió, olvidando por completo todo lo que había sucedido apenas tres milisegundos antes. Bronco se movió muy lejos y muy rápido. Demasiado rápido para lo que sus cortas piernas podían dar de sí, pensó Jamie con asombro.
Se lo encontró mientras corría rumbo a casa de Rian con su último pedido de madera, la nariz peligrosamente cerca del ombligo de Dan-bi. Ella lo miraba furiosa, sin darle tregua, mientras Rian, su preocupado marido, se pasaba las manos por el pelo, aplastándose el tupé excesivamente engominado, sin atreverse a intervenir.
Jamie supo, a ciencia cierta, que Bronco se decantaría por el trato especial de Rocky en ese momento.
Se lo encontró cuando llevaba a Fang su pedido de Bassia diffusa. X lo perseguía en círculos perfectamente concéntricos entorno al médico, sin dejarle tomar aliento entre uno y otro, picoteándole la cabeza y tratando de arañarle los ojos mientras graznaba todo tipo de insultos e improperios, imitando las diversas voces de su amplio repertorio. Haciendo escarnio público con bastante gracia, como siempre que alguien se sobrepasaba con el buen doctor.
Bronco estaba teniendo un día de mierda, decidió Jamie, mientras los dejaba atrás después de entregar el paquete de hierbas a su legítimo dueño, quien observaba la escena turbado, con su habitual tensión contemplativa. Se preguntó qué clase de maldades o deleznables crímenes habría cometido el cazarrecompensas en otras vidas, que purgaba en esta con tanto empeño.
Estaba comenzando a desarrollar cierta compasión por el hombrecillo.
Jamie volvió a ver a Bronco por aquí y por allá, molestando y recibiendo amenazas. Para ser tan pequeño, no pasaba desapercibido para nadie.
A la hora de comer, fue al centro de investigación a recoger a Andy de su primera clase con Qi.
—Tres horas a partir de mañana— dijo el director a modo de despedida.
—Sabía que esto terminaría así.
—De nada. Y ahora cállate y largo de aquí.
—Parece que le has causado una buena impresión —le dijo Jamie a Andy al salir.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó el niño, saltando sobre sus muletas sin el apoyo del pie sano. Jamie empezaba a pensar que Andy no terminaría el mes de escayola sin romperse algo más—. Es casi imposible saber lo que piensa este tío… Parece que siempre esté enfadado.
—No está enfadado, es así de sieso al principio. Bueno, después también —añadió, sin poder evitar que se le escapase una sonrisa—. Te acostumbrarás, aunque en este caso se trata más de que él se acostumbre a ti. Entonces… ¿qué tal os ha ido?
—Bien. Creo —respondió, frunciendo el ceño y dejando a un lado las piruetas para acelerar el paso y seguirle el ritmo. Voy a tener que usar tus herramientas para sacarle las cosas, pero es… ¿interesante?
—¿Extraño, peculiar, extravagante, diferente, difícil…?
—Supongo que es todo eso —dijo tras pensarlo un momento—… pero creo que podría aprender bastante. Aunque a veces me parece que se le olvida que estoy ahí.
—Sí, eso es muy propio de nuestro querido director —repuso, poniendo los ojos en blanco y suspirando exageradamente.
—Me gusta mucho más que la idea de la escuela dominical, ¿sabes?
—Me alegro, era exactamente lo que pensaba cuando se me ocurrió.
Cuando llegaron al camino principal, coincidieron con Trudy, que discutía acaloradamente con Miguel, Pen y Matilda sobre el cazarrecompensas.
—Si queríais algo mejor —se defendía la alcaldesa—, tendría que haber salido de las arcas de la Iglesia, las del ayuntamiento están tan secas como el resto del pueblo.
—Bueno, bueno, querida —dijo Matilda conciliadora—, hiciste lo que pudiste con lo que tenías…
—Ese hombre es un fraude —decía Miguel, en su habitual tono inclemente—, yo te recomendé a alguien que…
—Cuando les dije el presupuesto del que disponíamos, se rieron de mí, Miguel —contestó Trudy, que parecía que le había pillado el gusto a interrumpir al ministro—. Se carcajearon. El telegrama decía, literalmente, “JA, JA, JA”.
La conversación se detuvo cuando se dieron cuenta de su presencia y Jamie, sin parar, saludó con la cabeza y siguió su camino. Estaban llegando a las vías cuando escuchó la voz de Pen gritando ese espantoso apodo.
—¡Enclenque! —exclamaba. Y lo repitió varias veces.
—No te pares —le susurró al crío—. Y no digas nada a menos que te pregunte directamente. Bueno, en ese caso tampoco, ya contestaré yo.
Pen no tardó en alcanzarlos.
—Enclenque, te llevo llamando un buen rato.
—No he escuchado nada —dijo. Su voz sonó fría y distante, y se alegró de no transmitir lo que sentía de verdad.
Las desavenencias con Pen habían comenzado bastante pronto. Al tercer día de llegar a Sandrock, Jamie vivió su primera tormenta de arena. Fue terrible, pero lo peor fue las montañas de trabajo que dejó a su paso. Al día siguiente, Mi-an y ella se encontraron con un sinfín de encargos para arreglar desperfectos y todos eran urgentes.
Pen había decidido que Jamie debía dejarlo todo para ayudar a la Iglesia a pegar los carteles de Se Busca que la ventisca había arrancado. Jamie le dijo que no tenía tiempo de pegar una mierda, pero Pen, siempre en su estilo, ignoró sus protestas y se los puso en las manos. Ella se los tiró a los pies y le indicó por dónde metérselos. Desde entonces habían estado en un tira y afloja constante: Pen siempre bordeando los límites y ella defendiéndolos. Su mera presencia bastaba para crisparla.
—Ah, Enclenque, siempre tan peleona —dijo colocándose delante de ellos, que no se detuvieron, y caminando de espaldas—. Ojalá aceptases mi invitación para subir al ring de una vez… ¿Cómo te va con el pequeño cabroncete?
—Se llama Andy, ¿crees que podrás recordarlo?
—No, no lo creo… —dijo, cruzándose de brazos y parando, cortándoles el paso.
Jamie trató de rodearlo, pero el hombre se movió deprisa para impedírselo.
—Estamos ocupados, Pen. Vete a jugar con tus pesas, anda.
—Oye, si querías un bombo solo tenías que pedirlo amablemente y, quizás, invitarme a cenar… Te hubiese hecho uno con pedigrí.
—Eres asqueroso y me sale más económico pagarle la universidad a Andy que invitarte a cenar a ti.
Pen se echó a reír de esa forma teatral que Jamie pensaba que quería decir que no le hacía ni puta gracia, aunque con él nunca se sabía.
—Puede que pienses que con dormir a salvo en casa de la constructora te has librado —dijo bajando la vista para encontrarse con la del niño—, pero nada más lejos de la realidad… Voy a estar vigilándote muy de cerca, ¿comprendes? —Andy no respondió, se quedó en silencio, con los labios apretados, luchando para no decirle lo que pensaba, porque ella se lo había pedido y porque hasta él se daba cuenta de que no era el momento de abrir la boca—. Te conozco, mocoso, sé que eres de los que prefieren pedir perdón antes que permiso… Y no vayas a creer que las acciones no tienen consecuencias, porque te estarías equivocando.
—Te estás pasando de la raya y el niño no es cosa tuya —dijo Jamie, apretando los dientes—. No necesitamos que vigiles a nadie aquí y si no nos dejas pasar voy a ir a buscar a Justice.
—No estoy de acuerdo con eso, Enclenque… Creo que los dos necesitáis vigilancia… A fin de cuentas, tengo que asegurarme de que no vuelves a dormirte demasiado cerca de máquinas que podrían arrancarte la cara. Y si lo haces —susurró, agachándose para estar más cerca de su oído—, no me importaría meterte en la cama.
Pen se apartó por fin y reanudaron el camino a casa más deprisa de lo que pretendían. Jamie no se giró en ningún momento, pero sabía que los ojos del hombre estaban fijos en ellos.
El corazón le iba a mil por segundo.
Por la tarde, Jamie y Andy —que había dejado de hacer preguntas incómodas sobre Pen para hacerlas sobre la posible ampliación— recibieron a Heidi en el taller.
—Te he traído unos planos. Esto es un caos —dijo Heidi, mirando a su alrededor con decisión y comenzando a medir con ojo crítico todo lo que veía—. ¿Cómo encuentras lo que necesitas?
—Costumbre.
—¿Y cómo puedes ser tan malditamente eficiente con todo manga por hombro?
—¿Costumbre? —respondió Andy por ella.
—Me lo has quitado de la boca —dijo Jamie, guiñándole un ojo.
El niño, que se dedicaba a hacer acrobacias y equilibrios sobre las muletas, le dedicó una sonrisa.
—Si te pido un perno de cobre, ¿dónde lo buscas?
—En las cosas de cobre.
—Y eso está en…
—Por ahí —contestó, haciendo un gesto vago con la mano—. Oye, esto lo hago para mejorar, ¿vale? Ayúdame y no me juzgues. No necesito saber dónde tengo los pernos de cobre, necesito un almacén con espacio para toda esta mierda, la mierda que tengo dentro de casa y la que, con toda probabilidad, acumularé más adelante. También la estructura para un futuro invernadero y estudiar la ampliación de la propiedad.
—Está bien, pero… ¿recuerdas lo que te dije mientras levantábamos la casa?
—Sí, lo recuerdo muy bien, Heidi. Me dijiste que era una tontería no dejar la ampliación hecha y que si no lo hacía entonces, terminaría haciéndolo después y estresándome dos veces.
—¿Y recuerdas lo que me contestaste?
—Que tenía espacio de sobras y que no iba a necesitar más —respondió, poniendo los ojos en blanco.
—Y yo te aseguré que te arrepentirías.
—Tú tenías razón y yo me equivocaba, ¿estás contenta?
—Mucho. ¿Qué te parece la distribución?
Jamie miró el plano, viendo el almacén en forma de L haciendo esquina, el invernadero justo enfrente y, en medio, la estación de ensamblaje mejorada, algo que ahora mismo, tal y como tenía el patio, no podía permitirse. Necesitaba esa maldita estación. Eso marcaría la diferencia para Mi-an y para ella, y, en consecuencia, para el propio pueblo. Vivir con Andy le había dado el empujón que necesitaba, aunque las obras iban a ser insoportables.
—¿Vamos a tener un invernadero? —preguntó el crío, asomando la cabeza entre ambas para mirar el plano desplegado sobre la mesa de trabajo.
Una mesa que, tras las obras, estaría mucho más cerca de su nueva estación de ensamblaje y del almacén.
Jamie y Heidi marcaron los límites de la propiedad. Jamie la había comprado durante el invierno, sabiendo ya que acabaría quedándose de forma permanente, pero solo había limpiado el terreno justo para añadir el pequeño cobertizo que ahora hacía las veces de almacén. La casa, que en su día le había parecido descomunal para una sola persona, era lo que más espacio ocupaba en la parcela, y se había arrepentido varias veces de haberle hecho caso a Heidi en eso.
Ahora, viendo todo lo que abarcaba su propiedad, delimitado por las varas que Heidi distribuyó por todo el perímetro, se dio cuenta por primera vez de las dimensiones reales del solar. Al ampliar del todo, su casa constituía apenas una quinta parte del terreno, y podía empezar a ver que encajaba perfectamente, tal y como Heidi había vaticinado cuando la construyeron —por eso era la arquitecta quien tomaba las decisiones—.
Jamie comprendió entonces el tamaño real de la propiedad que había adquirido y sintió remordimientos por el coste. Aunque ella había insistido en que tenía el dinero, Trudy se lo había vendido por un precio simbólico, puesto que toda la zona estaba en caída libre y nadie compraba ni viviendas ni terrenos —más bien todo lo contrario—:
"Que uno de nuestros constructores compre su espacio significa que se queda, que se compromete con nosotros, y lo necesitamos muchísimo", le había dicho la alcaldesa. "El único favor que Mason nos hizo desde que llegó al pueblo fue venderle esto al ayuntamiento por el precio que el ayuntamiento te lo vende ahora a ti."
Mason, el anterior —y único— constructor, había dejado tras de sí una chabola en ruinas y este enorme terreno, que jamás aprovechó. Trudy le había contado que estuvo a punto de pagar al ayuntamiento para librarse de todo, y Jamie se preguntó una vez más qué había llevado a ese hombre apático a trabajar en un pueblo donde no había hecho nada para contribuir, aparte de quejarse y beber más leche fermentada de la cuenta. Que Yan fuese el único que lo echaba de menos decía mucho del tipo.
—Comenzaremos levantando la valla protectora en el perímetro, para que todo quede a cubierto si hay una tormenta de arena cuando desmontemos la que tienes —dijo Heidi.
—Buena idea. No quiero tener que reparar todas las máquinas ni acabar metiendo a Brego dentro de casa.
—Estaré aquí con mi equipo mañana a las siete —amenazó la arquitecta—. Prepara café para cinco y un juego de llaves para dejarme.
—Solo cierro por la noche, y eso desde que está el crío.
—Tienes un montón de dinero en materiales y herramientas, deberías tomarte la seguridad más en serio.
—¿Y qué te crees que estamos haciendo?
—Está bien, me callo…
—También estaba pensando convertir el cobertizo en una armería cuando tenga el almacén.
—¿Ese chamizo?
—Sí, habrá que tirarlo y rehacerlo en condiciones. A prueba de bombas, literalmente. Tengo cartuchos de dinamita en alguna parte y preferiría que estuviesen a buen recaudo.
Heidi abrió la boca para decir algo, pero lo pensó mejor, negó con la cabeza y, levantando las manos como si la diese por perdida, se dio la vuelta y caminó hacia la puerta. Cuando llegó allí, sin molestarse en girarse dijo:
—Mañana a las siete. Café. Tú solo… déjamelo a mí. Convertiremos esto en el taller que no sabías que necesitabas.
El resto de la tarde, Jamie trabajó, adelantando algunas comisiones del día siguiente —resultó que, después de todo, tuvo que buscar un maldito perno de cobre—, pero antes, sentó a Andy en la mesa de trabajo y le dio uno de sus cuadernos de dibujo vacíos.
—¿Qué hago con esto? —preguntó el niño.
—Es para que dibujes. ¿Te gusta dibujar?
—Sí, mucho.
—Bien, porque es importante cuando quieres crear algo desde cero. El dibujo te ayudará a entenderlo todo —le explicó, sacando de la misma caja de la que salió el nuevo, un par de sus viejos cuadernos, llenos de piezas, máquinas y herramientas—. El dibujo siempre te va a dar una perspectiva nueva y, a veces, te desatasca cuando estás bloqueado. Saber hacer un diagrama es muy importante, pero antes de dibujarlo tienes que tenerlo muy claro aquí dentro —dijo, dándose unos toquecitos en la sien con el dedo índice—. Dibujar cada cosa por separado, desde distintos puntos de vista, te ayuda a pensar y a comprender dónde va cada pieza y cómo funciona. A veces, incluso podrás detectar posibles fallos antes de empezar a montar algo. Puede que también te resulte relajante. O todo lo contrario —añadió, encogiéndose de hombros.
—Eso suena bastante alucinante —dijo el niño asombrado, pasando las páginas y deteniéndose en cada boceto. Luego metió las manos en la caja y rebuscó entre el resto—… ¿Y este?
Andy sacó otro de los cuadernos de la caja. Uno distinto a los demás, puesto que todos eran sencillos, en colores oscuros y ese era rosa y tenía un montón de pegatinas en la cubierta.
—Este es de mi amiga Nia —el cuaderno estaba lleno de dibujos de flores, plantas y pequeños animalitos, y todos eran preciosos—. El dibujo también es esto, plasmar cosas que vemos… Dibujar por trabajo no es lo mismo que hacerlo por placer.
Se alegró de tener los mil esbozos de los ojos de Logan o del forajido sobre su cabra fuera de circulación, y no mencionó nada sobre dibujar sentimientos o sensaciones. Eso lo aprendería él solo, si dibujar se convertía en algo importante —aunque Jamie estaba segura de que ya lo era—.
—¿Puedo dibujar lo que quiera?
—Claro, siempre. Será un buen ejercicio mientras estás cojo —el niño se echó a reír y las pecas se movieron al compás—. Esta noche te haré uno en la escayola y deberías pedirle otro a Jasmine y a quien quieras. Cuando Fang te la quite, podemos guardarla de recuerdo.
—¡Sí, que buena idea!
—¿Y sabes que más haremos?
—¿Qué?
—En cuanto me ponga al día después de este retraso para que nadie proteste, haremos ese escudo tuyo.
—¿En serio?
—Ya te digo.
—No pensé que quisieses hacerlo de verdad…
—Pues no sé por qué pensaste eso, me gustó mucho tu diagrama y creo que será divertido. Trabajar juntos, ya sabes —añadió—. ¿Qué opinas?
—Sería genial —respondió Andy con una sonrisa que se le borró enseguida—. Lo diseñé pensando en el Trompazo Espacial de Pen…
El Trompazo Espacial era el golpe especial del Protector de Sandrock. Jamie se lo había visto ejecutar dos veces, aunque solo una acertó en su objetivo. La primera, él quiso lucirse delante de ella, dejándose caer sobre un grupo de bichos salvajes que rondaban cerca del rancho de Cooper. El golpe los hizo papilla. Los desintegró. Los borró de la faz de la tierra. El segundo Trompazo Espacial iba directo a Logan, allá en la cueva, y no le acertó de lleno por muy poco. En el mismo sitio dónde Logan había estado un milisegundo antes, ahora había un cráter.
—Creo que podría llegar a absorber un impacto considerable —dijo Jamie, repasando mentalmente el diseño del niño—, pero si te cae encima uno de esos… no sé si hay algo que pueda amortiguarlo del todo.
El dato aclaraba un poco la presencia de Andy en el pueblo y daba contexto a la insistencia del niño en fabricar el escudo. Andy había visto, en la cueva, como Logan había estado a punto de ser exterminado. Pen era una bestia con una fuerza sobrenatural que nunca se tomaba la molestia de medir. La muerte casi había besado al forajido ese día y Andy estaba allí. Lo había presenciado en silencio y sin poder hacer nada.
Jamie recordaba su cara perfectamente.
—¿Crees que irás tras ellos de nuevo? —le preguntó él, casi leyendo sus pensamientos.
—Le dejaré ese tema a Justice. No más persecuciones —le prometió. Y lo dijo en serio.
—Tengo más ideas, ¿sabes? —dijo el niño, satisfecho con su respuesta, tras una pausa.
—Sí, estoy segura de que tienes más —Jamie sacó otro cuaderno nuevo de la caja y se lo tendió—. Uno para que dibujes lo que quieras y el otro para ideas y diagramas.
Después, se dedicaron cada uno a lo suyo.
Jasmine pasó a ver a Andy y él le explicó, con todo lujo de detalles, la clase que había tenido con Qi. También la hizo dibujar en el yeso.
—¿En serio le dijiste que le arrancarías la nariz de la cara? —le preguntó Andy, mientras hablaban de Bronco durante la cena en la terraza.
Jamie le estaba sirviendo a Andy una ración de ternera con arroz, con una generosa guarnición de verduras, que el niño contemplaba como si fuesen a tratar de asfixiarlo en cuanto se las metiese en la boca.
Ella le había contado casi todo sobre el día de pesadilla que había tenido el hombrecillo, pero había omitido eso. No sirvió de nada porque Jasmine ya lo había puesto al día poco después, durante sus clases con Heidi. Andy le había dicho que Heidi había tenido que irse arriba poniendo una excusa tonta y que los dos la habían oído reírse.
—No es que me sienta especialmente orgullosa de eso, la verdad.
—Me encantaría haberlo visto… Jasmine dijo que le habías pellizcado la nariz y que se enfadó tanto que se hinchó como un globo, rojo de rabia, a punto de salir volando.
—Es muy posible que, de no ser por esa mochila, lo hubiese hecho.
Andy rodó por el suelo desternillándose, y ella apartó los platos vacíos antes de que volasen también, como podía haberlo hecho Bronco.
—Tu disfraz era una pasada —reconoció, tumbándose a su lado, con las cabezas muy juntas—. No lo aprecié en su justa medida el primer día al no tener con qué compararlo, pero era una pasada, en serio.
—Lo sé —dijo con orgullo —. Me tomo muy enserio mi trabajo, como tú.
—Cuando lo he visto… Dios, he pensado que estaba alucinando.
Y volvieron a reírse.
Su cuarto día juntos, y ya se habían instaurado ciertos patrones. La cena era el momento para hablar del día, pero también de las cosas importantes. La habitación se había convertido en un portal hacia otro lugar, uno donde no existían las líneas ni las distancias, y Andy se sentía más libre para pedir o aceptar aquello que necesitaba.
Allí, en la penumbra, apenas iluminados por los últimos hilos de luz que se filtraban a través de la cortina, Andy podía llorar, como el primer día; pedir una historia, como el segundo; o simplemente buscar compañía, como el tercero.
Por la noche, antes de todo eso y aún con la luz encendida, Jamie estaba sentada a los pies de la cama, dibujando con varios rotuladores sobre la escayola —Jasmine le había hecho un cactus con sombrero muy gracioso—. De vez en cuando, levantaba la vista para mirarlo. Andy le devolvió una media sonrisa, esa que intentaba decir que estaba bien, que no hacía falta que ella se pusiera demasiado cursi en ese momento. O eso quiso interpretar Jamie, porque solo hacía cuatro días que se conocían. Cuatro días... y, sin embargo, era increíble lo mucho que había cambiado su vida en ese breve lapso de tiempo.
Quizás, después de todo, Grace no estuviera tan equivocada.
Jamie hizo, por primera vez pero no por última, un dibujo de Andy, con su capa roja ondeando al viento y los brazos en jarras, mirando hacia el horizonte.
Cuando llegó la hora de dormir, Andy le pidió que se quedara un poco más y siguiera con la historia de Axel. Era una buena historia, la mejor que había escuchado nunca. Jamie había dicho que no contaba las historias tan bien como Owen, pero Andy no lo creyó ni por un segundo —aunque, el primer sábado de historias, cuando ella lo llevó a la posada y se sentó con Jasmine muy cerca del escenario, tuvo que reconocer que era totalmente cierto—.
Es la primera vez que lo menciona abiertamente. No ha dicho nada que pueda comprometerlos, y recordarlo le ayuda a sentirse mejor. Es como si pudiera hablar un poco con él, como hace Axel en el interior de ese túnel con su tío.
Jamie no le hace preguntas; solo escucha atentamente y lo abraza un poco más fuerte, entendiendo.
Se siente bien.
*Notas:
Recuerda que este es el segundo capítulo de hoy. Si has venido directamente a este, te has saltado el anterior...
Bronco es uno de mis tres personajes favoritos en la categoría de secundarios entre los secundarios. Bogan Jack y Ged, el topo, serían los otros dos. Son personajes brillantes que aportan un humor que he tratado de reflejar aquí. No tengo demasiado que añadir, salvo que soy la fundadora de su club de fans.
En el juego, cuando intimida a Jasmine, puedes darle una pequeña paliza. Creo que con un tirón de narices ya iba bien servido.
También quería reflejar un poco el carácter asquerosillo de Pen. A ver, es un personaje muy particular con el que también te ríes, aunque mi intención aquí no es pintarlo así. No quiero que nadie se ría con Pen. No demasiado. Es divertido, pero también muy molesto, engreído, y... Bueno, es Pen.
Pen te mete en la cama, literalmente, si te pasas trabajando por la noche y caes rendido.
Pen, cuando alcanzas cierto nivel de amistad con él, tiene una misión en la que te acompaña todo el día a todo lo que hagas. Por la noche, cuando ya no sabes qué coño hacer para que se largue, se mete en tu casa contigo y no desaparece hasta que te vas a dormir y amanece un nuevo día.
Podemos interpretar lo que queramos de allí. Aquí, unas insinuaciones un poco sucias que encajarían bien con esa parte de su personaje y que hacen que se nos ponga la piel de gallina. Me gusta un Pen perturbador, considéralo un aviso.
Otra cosa que me gusta ir metiendo es el tema taller, proyectos, ampliaciones... Esas cosas son detalles que lo hacen vivo, así que estarán muy presentes y empiezan hoy.
El caos de Jamie me gusta porque me recuerda a mi marido. Cuando jugamos, sea a lo que sea, siempre tiene las bolsas llenas de mierda, las cajas rebosantes, todo el espacio disponible para guardar algo, ocupado. Pasamos horas esperando a que se organice, solo para terminar la sesión igual o peor que la empezó. Es terrorífico, y cuando Heidi le pregunta por los pernos, sale de todas esas horas de espera que yo adoro igualmente, porque siempre me hace reír.
La captura de la entrada: solo hay una persona capaz de hacer que Bronco se duerma de pie...
